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¿A QUÉ HUELEN LAS NUBES?

Actualizado: 23 jun 2024



"Sigo hablando con las nubes, ellas me enseñan lo que tuve…"

(Los Enemigos. 1990. Desde el jergón)


El alma necesita conectar de vez en cuando con el niño que nunca desaparece del todo, que se esconde ahí dentro, sorprendido al verse encerrado en cuerpo adulto y relegado bajo rutinas decadentes y desmotivadoras. Es primordial regresar a ese estado de emoción vibrante en que la conciencia se mostraba activa, plenamente viva, en que su pureza se manifestaba y bullía como fuerza motriz de nuestra ilusión, de la capacidad absoluta de exprimir, sin prisas ni limitaciones, un instante, una vivencia, el ahora de un juego, de un momento compartido con un amigo, del sabor de un helado especial, del tacto de un tebeo nuevo, del olor a coco mezclado con la brisa cálida que rozaba tu piel junto al mar, de una tarta de cumpleaños compartida con tus hermanos y primos, de la emoción previa a la noche de Reyes o a un viaje con el colegio, de divagar placenteramente al sumergirte en la profundidad de un color mientras solo pintabas en una hoja…


Es importante evocar y recuperar todos esos trocitos de alegría. Guardo en mi recuerdo aquella experiencia dual infantil, exterior e interior, asociándola a la presencia testimonial, el acompañamiento y tutela de las nubes. Éstas formaban la cúpula maravillosa e inalcanzable que protegía y cerraba nuestro pequeño mundo de libertad; nos vigilaban y sonreían cuando, tumbados en la hierba o en la arena del parque, tomábamos resuello y restregábamos nuestro antebrazo contra el cabello alborotado, enjugando ese sudor infantil saturado de sol y de juegos. Las masas nubosas de nuestra niñez permitían que penetrasen rayos de luz mágicos, casi divinos y dejaban entrever espacios celestes de un azul límpido y brillante que señalaban portales cósmicos hacia un reino de dragones y dioses. Eran los cielos repletos de nubes los que amenizaban nuestros descansos y dispersaban nuestras tensiones. Mucho antes de que se pusiesen de moda las técnicas orientales de meditación, los niños ya disponíamos de un sistema de dispersión de pensamientos y apaciguamiento de la mente, efectivo y barato, simplemente dejándonos llevar al contemplar formas y volúmenes o abriendo las manos al cielo como aprendices de agrimensores para intentar medir las nubes con la anchura de los dedos. Efectivamente, en aquel momento las nubes olían a libertad, a naturaleza, a pequeñas e intensas felicidades.


Antes conocíamos perfectamente las diferentes especies de nubes que poblaban el cielo más próximo. Las había de todas las clases y temperamentos, las había para cada tipo de ocasión y de fecha. Ahí teníamos a los cirros, delicados, sedosos y finos, que vigilaban desde el frío Olimpo de lo más alto, acompañados en ocasiones por sus granulados parientes, los  cirrocúmulos, igual de inalcanzables, que avanzaban altivos en formación ondulada y monocolor. Algo más abajo pastaban los altocúmulos en manadas ondeantes, sueltas y veloces, mezcladas con individuos más densos, los neblinosos estratos y los estratocúmulos barreados, que lo intentaban cubrir todo en un mar revuelto. Cuando aparecían los nimbostratos, desplegando una capa continua, triste y gris, era cuando sabías que iba a llover de verdad y había que calzarse las botas de goma para salir a la calle, toda una fiesta de charcos en el patio escolar y el alboroto de las ranas croando al anochecer del verano. También había momento para los cúmulos, casi casi accesibles a nuestros brazos, que desfilaban confiados, surcando el mar celeste, mostrándonos orgullosos sus protuberancias de coliflor y suscitando en nuestra imaginación toda suerte de figuras fantásticas mientras se deslizaban con su panza oscura y su velamen blanco, puro y brillante. Cuando éstos se cargaban, se concentraban e irritaban, se desarrollaban verticalmente como enfurecidas y majestuosas torres, señoriales y amenazantes, entonces sí se armaba la gorda y nos visitaban, estruendosas, las tormentas o el granizo. Eran los temidos cumulonimbos. Todos ellos eran nuestros fieles compañeros de andanzas, flotantes y silenciosos, los habitantes naturales de nuestros ecosistemas celestes; aquellas señales que la gente del campo no solo identificaba a la perfección, sino que utilizaba para anticipar qué iba a ocurrir.


Sin embargo, hoy en día, de manera paradójica si consideramos que nos encontramos inmersos en una sociedad forzadamente concienciada con la causa pseudoecologística en la que se proscribe la introducción de especies alóctonas e invasoras en un hábitat  natural, el deleitoso placer de contemplar la evolución de familias de nubes autóctonas se ha convertido en una auténtica rareza, en una excepción. Los cúmulos, nimbos, cirros y estratos de toda la vida están siendo, de manera sistemática y programada, desplazados y degradados, brutalmente abatidos y diezmadas sus poblaciones y zonas de campeo. Nuestro censo natural de nubes se encuentra en grave peligro de extinción y su observación se parece cada vez más a la altamente improbable localización de una familia de linces en plena naturaleza. De forma análoga a como ha sucedido con el pensamiento único impuesto durante los últimos años en las derivas occidentales, donde un único elemento ha ido empujando, desplazando y ocupando el espacio que le era propio a un variado conjunto precedente, estamos asistiendo, desde hace varias décadas y especialmente durante los últimos años, a la caza y exterminio de la comunidad de nubes naturales y su sustitución por otros elementos artificiales. Esto se está llevando a cabo mediante una de las estrategias de geoingeniería que más hemos padecido en este país durante el último medio siglo: la dispersión de sustancias en la atmósfera, en este caso la siembra artificial de nubes generadas mediante la nebulización de aerosoles químicos en forma de estelas (Chemtrails) sobre nuestra estratosfera, que forma un tipo artificial de nube de origen antrópico, ajena e invasiva, que no solo desplaza a nuestras especies autóctonas sino que, al entremezclarse con éstas, las desgarran, disuelven y disipan, disuadiéndolas de volver a aparecer en el campo celeste por algún tiempo. El método de control se ejecuta desde el vuelo de aeronaves a gran altura, que siguen extrañas rutas no comerciales, incontrolables e inidentificables desde medios terrestres, coreografiadas con intensos desfiles durante los cuales se cruzan o entrelazan rumbos, dejando tras de sí decenas de rastros, más o menos persistentes, que tejen auténticas redes de estelas con las que cubrir determinados sectores de nuestro cielo, en especial las zonas oeste y noroeste, desde donde intentan llegar a la península los frentes de precipitación más importantes.


Esto se debe a que las partículas químicas aditivadas permanecen en la estratosfera durante horas, ensanchándose hasta unirse unas con otras mediante un patrón de rejilla que, previamente, ha dejado el tráfico aéreo. Esta rejilla compuesta por estelas en apertura se acaba convirtiendo en una capa deshilachada y sucia que produce un efecto invernadero químico severo y persistente sobre la superficie terrestre afectada y que provoca, entre otras consecuencias, la disolución de frentes tormentosos, principalmente los procedentes del Atlántico, así como un aumento brusco y local de la temperatura.


Diversos estudios y análisis de muestras en tierra han puesto de manifiesto que los aerosoles que esparcen estas aeronaves contienen, no solo sustancias de propiedades secantes y conductoras (geles poliméricos), entre ellos el aluminio, sino otros metales pesados y compuestos tóxicos que acaban siendo depositados en superficie, incorporándose al agua superficial y subterránea, al terreno, a la vegetación (incluyendo los alimentos) y al resto de organismos vivos, entre ellos nosotros.


Estas evidencias, lejos de constituir una teoría descabellada y conspiranoica, como muchas entidades y organizaciones estatales y supraestatales tratan de hacer ver con desprecio, pueden ser fácilmente constatables mediante la observación directa del cielo, la visualización de imágenes satélite diarias y el seguimiento digital de frentes nubosos por radares, satélites y mapas.


Cuando el efecto dispersante ha cesado, tras intensas campañas de fumigaciones, las nubes autóctonas intentan reaparecer, se asoman a los cielos para avanzar tímidamente, evolucionar, crecer, reproducirse y descargar, pero en ese momento la partida de cazadores alados se pone de nuevo en acción, no dejando pasar apenas unos días entre batida y batida para mantenerlas a raya.


Esta estrategia de actuación, que conlleva un envenenamiento gradual y la inhibición del ciclo hidrológico, forma parte de un programa de manipulación y modificación climática dirigida con fines políticos, sociales, geopolíticos y económicos (nada que ver con el dogma del cambio climático a gran escala que nos quieren vender) que está generando graves daños y perjuicios sanitarios, económicos y sociales al conjunto de la población y en especial al sistema productivo del sector primario (sobre el que se basa el resto de sectores), primer damnificado por el cambio gradual de regímenes de temperatura y precipitaciones.


La controversia sigue ahí, sobre nuestras cabezas. La manipulación climática es un hecho, admitido por varios gobiernos y organizaciones a lo largo de las últimas décadas. Se dispone de una hemeroteca muy completa y reveladora al respecto. En España, el Real Decreto 849/1986 del 11 de abril ya dictamina que: “La fase atmosférica del ciclo hidrológico sólo podrá ser modificada artificialmente por la Administración del Estado o por aquellos a quienes ésta autorice”; incluso la AEMET, en su página web, indica, en referencia al estado de la modificación artificial del tiempo a nivel mundial que: “En la actualidad más de 50 países llevan a cabo actividades sobre modificación artificial del tiempo, cuyo estado se recoge en los informes periódicos realizados por el Comité de Expertos de la Organización Meteorológica Mundial (OMM)…”


Sirva este artículo para evidenciar esta gravísima situación y revelar cómo se ha ido consintiendo y normalizando durante los últimos años en la opinión pública y asumiendo por la ciudadanía al mirar al cielo. Sirva también para denunciar el hecho de que los gobiernos de varios países, entre ellos el nuestro, están permitiendo (cuando no alentando) esta política permanente de modificación climática y con ello la caza y exterminio salvaje de nuestras nubes, las pobladoras naturales de los cielos peninsulares. Queda pendiente, como motivo de otro artículo el señalar cómo diferentes organismos, entre ellos la Organización Meteorológica Mundial (OMM) o nuestra AEMET, han ido encubriendo y tergiversando este hecho y ahondar algo más en los motivos reales que persigue esta estrategia gubernamental.


Las evidencias, el sentido común y la sabiduría popular nos dicen que cuando merodea el zorro desaparecen gallinas y se amontonan los cadáveres en corral. No es necesario presenciar la matanza nocturna para relacionar la presencia del raposo con el hecho sangriento. Hace escasos años, en un alarde de fanfarronería en la fase de implementación del primado negativo cultural, Hollywood ya nos colocó una película llamada “No mires arriba”. Por algo sería.


Los españoles hemos conocido cómo eran los habitantes primigenios y soberanos de nuestros cielos, los hemos visto año tras año regresar, evolucionar y reaparecer. Recordamos sus formas, texturas, colores, alturas, conservamos aún la facultad de discernir y diferenciar las nubes naturales de aquellas que no lo son. Es muy probable que si la situación actual se cronifica nuestros niños solo puedan acompañarse en sus juegos de redes deshilachadas y tóxicas que se expandirán sobre sus cabezas y que, sin duda, considerarán nubes.


Hace veinticinco años resultaba ridículo preguntar en un anuncio televisivo aquello de a qué huelen las nubes para demostrar la eficacia inodora de un salvaslip, sin embargo hoy sí parece pertinente y casi vital cuestionarnos a qué huelen estas nuevas nubes con las que intentan repoblar nuestros cielos. Probablemente huelan a aridez, a opresión, a laboratorio, a pobreza, a enfermedad. Lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que ya no huelen a humedad, a progreso, a vida, a promisión y a futuro.

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5 Comments


Geles Cano
Geles Cano
May 27, 2024

Sin duda, esta es una de las situaciones que más me irritan en los últimos años en los que están utilizando la geoingenería climática para provocar sequía y destrucción de la agricultura y ganadería españolas (comento lo que me afecta, en otros países también pasa).


Lo que más me indigna es la ceguera de la gente que nos rodea, que ha interiorizado como normales estos cielos cenicientos y rallados y la famosa calima que hasta en meses fríos ha dominado el cielo, gracias a una constante propaganda en los medios en los que te convencen de que son estelas de vapor (uno de los mayores contaminantes) y que cualquier teoría fuera de eso es pura conspiranoia.


¿Y los pilotos que…


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V. van Botel
May 27, 2024
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Predicar en el desierto (y nunca mejor dicho) que pretenden crear. Es muy triste rodearse de ciegos que evitan mirar arriba para no verse comprometidos a plantearse preguntas y tomar decisiones, guiados por otros ciegos (títeres ciegos en una cadena de estafa piramidal gubernativa). Nos han acostumbrado a mirar hacia abajo exclusivamente, a pantallas inteligentes. Ahora mismo, la denuncia pública de esta situación me resulta vital porque se dirime el futuro de nuestra economía, de nuestra salud y de nuestra supervivencia como especie. Ahí es nada. Me gustaría saber qué asociaciones, plataformas o portales están haciéndose eco de esta realidad, por ver si es interesante aportar y aunar fuerzas. V

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Magnifica explicación 👏👏👏

Y muchos recuerdos de mi infancia sobre esas tarde tormentas con olor a electricidad y tierra humeda donde la mente se despejaba por un rato, dando paso al sentir del momento presente🙏

Un abrazo Grande🤗

Muchas bendiciones

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V. van Botel
May 22, 2024
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Gracias, Cristian. Evocar los momentos mágicos de la infancia, sombreados por las nubes, es un privilegio. Creo que deberíamos hacer ver a la gente que nos rodea qué cielo y qué futuro nos envuelve.

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simplemente esclarecedor querido, impresionante reflejo de la realidad de nuestros cielos. Cuanta añoranza de nuestra niñez, como le dije a Mariano Gil cuando estuvo en Novelda, los que estamos aquí somos unos privilegiados, hemos vivido cosas que hoy en día las nuevas generaciones ni se lo imaginarían. Gran abrazo maestro V.

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