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EL SENTIDO Y LA OPORTUNIDAD DE SER CONSERVADOR HOY EN ESPAÑA

Actualizado: 25 jun 2024



En este mundo occidental fabricado con obsolescencia programada, que se deleita en contemplar su propia destrucción, en esta fantasía grotesca desquiciada, ególatra y autocomplaciente en la que la Suprema Autoridad señala cada día al Sol diciendo que es la Luna mientras todos asienten, donde rige la perpetua ley de la alarma, la urgencia y el sea como sea lo quiero para mí y lo quiero ya, donde acampa la impunidad y el relativismo ético y moral, donde valores humanos, honor y palabra han sido proscritos; en esta sociedad confusa y enferma ocupada en santificar la ignorancia, la incoherencia, el esperpento, la frivolidad y la abominación, donde se reinventa la historia a conveniencia y se condena a la damnatio memoriae a todo aquello que no encaje con el discurso establecido, en este paraíso en que se alienta el señalamiento inquisitorial popular, debemos recordar que la perversión, manipulación y tergiversación de conceptos y términos, del lenguaje en definitiva usado como herramienta y arma, constituye uno de los mecanismos programáticos esenciales para que el juego de la afirmación de una nueva realidad, de una posverdad dogmática, alimento de la distracción y alienación poblacional, funcionen. Bajo este preocupante contexto, parece oportuno detenerse y reflexionar acerca de la vigencia de alguno de los vocablos que por tan manoseados y desgastados durante las últimas décadas, parecen haber perdido su sentido y pertinencia: hablamos del conservadurismo y por extensión del reaccionarismo como actitudes o posturas morales, sociales o políticas. Nada menos.


De esta manera entendemos el conservadurismo como un movimiento o posicionamiento político y social ideado e impulsado tras la Revolución Francesa (nada es casual) como etiqueta peyorativa opuesta a los valores, ideas y principios de dicha revolución, al pensamiento ilustrado y por extensión, al progresismo, constituyendo el propósito conservador el garantizar, a través del Estado, la preservación de tradiciones y costumbres de un pueblo. Teniendo en cuenta esta concepción y sin entrar en añadidas connotaciones económicas asociadas al liberalismo y libre mercado, podemos afirmar, sin temor a patinar demasiado, que hoy en día esta etiqueta social parece haber quedado obsoleta, convirtiéndose prácticamente en una entelequia vaga, una ficción, un cable suelto sin conexión, un concepto absolutamente desligado de esta realidad social transformada e irreconocible que nos rodea. Más que una opción moral factible, viable y vigente parece haberse convertido en un constructo débil pero reconfortante diseñado para apaciguar la conciencia de algunos nostálgicos o quizás la reserva mental donde se quieran atrincherar ciertos timoratos. El conservador tradicionalista hoy, en esta España, se contenta con negar un derrotero claramente dirigido y trazado contrario a la tradición y a la costumbre, mientras se limita a levantar un palacio de cristal impermeable donde refugiarse de la marea que llega, a apuntalar un pequeño burladero conceptual desde donde sentirse seguro. En el fondo, sabe perfectamente que se hace inútil resistirse y abogar por la vuelta de un antiguo régimen de las cosas, por el retorno de un estadio social y moral arrebatado al presente, porque, sencillamente, no queda vestigio alguno de éste, ninguna astilla del resto del naufragio desde la que recomponer la nave. Todo ese argumentario conservador, que ha sido progresiva y convenientemente desarmado, denigrado y barrido a lo largo de las últimas décadas, queda hoy en día suspendido en una realidad inaprensible, por lo que no parece una postura práctica ni inteligente suspirar por el retorno de un rey muerto cuando se es plenamente consciente de que no se permitirá su resurrección, ni siquiera la mención de su recuerdo. Bajo este prisma, la aspiración conservadurista se antoja una postura utópica, o cuando menos ineficaz, acomodaticia, insípida y hasta cierto punto hipócrita.


Ahora bien, apuntado lo anterior y si atendemos exclusivamente a la acepción del vocablo conservadurismo como la voluntad férrea de asegurar la inalterabilidad de un orden y régimen político-social definido, no es solo que sí se evidencia su correspondencia con una realidad palpable en España, sino que, sorprendentemente por tratarse de un estado autopercibido como progresista (¿qué diablos significará este vocablo?), encontramos un alto porcentaje de la población que cumple con ese criterio de oponer una enconada resistencia y rechazo a que nada sea alterado (reacción al cambio), mostrando uñas y dientes frente a cualquier intento de debate o modificación de ninguna de las comas del texto sociopolítico actual. Hablamos de esa amplia masa que cohesiona y estabiliza la nueva pirámide feudal, desde la que se regulan las relaciones del poder y dependencia y en cuya cima se encuentra la “casta intocable” de gente principal, grandes títeres distribuidos en casas reales, altos mandatarios políticos, que copan toda la gama de colores y podridos sabores, todos ellos encargados de perpetuar y gestionar ese funesto parchís partitocrático de dados trucados al que nos vienen obligando a jugar; más toda su cohorte de jueces, fiscales, magistrados, presidentes y altos cargos públicos que legitiman, amparan y colaboran necesariamente con los anteriores, sumados a toda una reala de señores feudales territoriales, autonómicos, provinciales o locales, consejeros, delegados, asesores, puestos de confianza, etc. Una auténtica caterva de miles de sicarios contratados para saquear, desguazar y vender la propia nación (qué mejor plan de sabotaje por parte del enemigo que el contratar bajo manga a los oficiales del barco para hundirlo desde dentro). Un poco más abajo, se distribuye el grueso de esa nueva nobleza intermedia, necesaria y leal, clientela fiel, que se sabe parcial o totalmente dependiente de los anteriores y en cuya protección son tomados. Son éstos los auténticos brazos armados y ejecutores de las consignas y voluntades del escalafón superior. Ahí encontramos a altos cargos y directivos de corporaciones, sociedades, fundaciones, bancos, sindicatos, grupos multimedia de comunicación y prensa, empresas públicas estatales, ejército, iglesia, organizaciones sin ánimo de lucro, etc.


Un poquito más abajo, ensanchando con firmeza el cuerpo piramidal, y todavía más subyugados a los escalafones superiores, encontramos un ejército hipertrofiado de funcionariado público, una legión de paniaguados del cuarto poder, la depauperada prensa en alquiler, auténtica guardia pretoriana del Estado. Se entremezclan también en este nivel delegados sindicales, palmeros sociales, gurús audiovisuales, bufones de la corte y toda la patulea de idiotas con ínfulas, cuadrillas de juglares y enanos que entonan las gestas del líder y danzan al son que tañe el laúd de palacio, tertulianos, influencers, analistas sociopolíticos, famosetes, artistoides, intelectualoides, nuevos inquisidores, opinólogos, todos ellos llamados por el destino y confiados a sumarse a la Nueva Congregación para la Doctrina de la Fe, apoyada y verificada por los certificadores de noticias, apóstoles de la Verdad Suprema, bendecidos con la capacidad intransferible de pensar y discernir por y para el pueblo. Ocupa también este corral gallináceo buena parte de la comunidad científica, subvencionada y engrandecida para legitimar ciertos y esenciales dogmas oficiales.


Más abajo aún, cerca de la base de la nueva arquitectura feudal, se abre un raquítico campo de pastoreo para el estamento no privilegiado, esa plebe subordinada a las políticas y decisiones dictadas desde los escalafones superiores. En dicho establo se hacina una cabaña famélica de subvencionados, pensionistas, subsidiados y una enorme masa de escogidos, reconocidos y aupados económicamente como minorías en peligro de extinción, cuyas particularidades parece que han de ser financiadas con el dinero de todos.


Hasta ahí la secuencia de escalones a través de la cual funciona directamente la red clientelar que establece, propulsa y alimenta el Estado, a su vez dirigido y mantenido desde grupos y corporaciones supranacionales. Dentro de esta correa de transmisión corresponde al escalón superior aglutinar todo el poder y los medios, recibir y gestionar los recursos y riqueza de un país y repartirlos entre los miembros de ese mismo estamento privilegiado, dejando caer algunas migajas al escalón inferior, que espera ávido a que sus señores acaben el festín y que hará lo propio, una vez saciado, con el escalón inferior, limitándose a alimentarlo exiguamente, y así sucesivamente, lo que fideliza una estrecha e indisoluble relación de interdependencia, protección, servidumbre, lealtad y vasallaje económico y personal, de tal forma que conviven, se mezclan y medran entre sí diversos y en apariencia antagónicos agentes: inmovilizadores e inmovilizados, jueces y sojuzgados, prestamistas y deudores, reyes y súbditos. Nada nuevo bajo el sol desde el siglo X: mismos collares para nuevos perros, por mucho que las consignas libertarias emanadas de las revoluciones liberales del siglo XVIII nos hayan hecho creer en sentido contrario, respecto a la nueva e ideal disposición de las cosas.


Pero, ¿la pirámide social acaba ahí?. No, en absoluto. Más profundo aún si cabe, en el subsuelo, formando los cimientos desgastados del edificio, malviven el resto de siervos y esclavos que ni siquiera son beneficiarios directos del estado de las cosas, pero que aun con esas comulgan, callan y aceptan con resignación, hastío, desidia o peor aún, por miedo a protestar, a alzar la voz y ser señalados por el resto de la plebe adormecida. Esa amplia mayoría de la población, que vive aterrorizada con la idea de moverse de la plaza que se les ha designado ocupar y perder su espacio en la sociedad, aglutina a asalariados de baja estopa, trabajadores autónomos, profesionales libres, becarios, más los millones de jóvenes, estudiantes, etc., productores que no solo permiten en sus carnes insoportables sangrías, vitales para sustentar la estructura monumental del árbol y aportar la savia que lo alimenta mediante sacrificios mucho más flagrantes que los exigidos por el antiguo diezmo medieval, sino que, lejos de tomar conciencia de su situación y su destino ya marcado, parecen estar más que dispuestos a medrar cueste lo que cueste, a negar a su padre y matar a quien haga falta por escalar algún puesto y subir de nivel con tal de aproximarse y codearse con la clase privilegiada.


En esta España arruinada moral y económicamente, vegeta y se apoltrona de manera orgullosa y arrogante o temerosa y cabizbaja, enseñoreada o amedrentada, una ingente población pragmáticamente conservadora y reaccionaria, que rechaza y teme lo nuevo, lo distinto a lo conocido; decenas de millones de ciudadanos, sostenidos, mantenidos o explotados; sustentadores y mantenedores de un sistema esclavista que rehúsa alterar, modificar o replantear absolutamente nada que lo haga peligrar, una masa creyente aferrada al statu quo que dicta un estado ficticio (corporación mercantil) en quiebra, un cadáver con historia.


De esta manera, bien sea por lo absurdo de mantener la esperanza de recuperar o reavivar los armazones sociales y tradicionales de antaño, ya extintos, de cuyas cenizas no es posible rescatar nada vivo,  bien sea por la connivencia y estatismo de una vasta mayoría inmovilizada e inmovilizadora que actúa como cómplice necesario de un sistema sociopolítico y económico fracasado y autodestructivo, es evidente concluir que no sólo no tiene mayor sentido insistir en el conservadurismo en tanto que postura inviable, desmadejada y acomodaticia, sino que no es tolerable ni moralmente aceptable perpetuar con nuestra acción o pasividad un reaccionarismo perverso y decadente en un momento histórico como el que nos toca vivir, que exige valentía, cambio, alternativa, renovación, reinvención, alma, conciencia y fuego, mucho fuego.

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