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Ya la propia RAE define como segunda acepción del término sucedáneo a aquella “mala imitación de algo o de alguien”, un material imperfecto que no alcanza el estándar de calidad del original, un remedo, en definitiva. Es posible que la mayoría de nosotros relacionamos este vocablo con ciertos productos alimentarios que, en ocasiones puntuales, pudieran haber contribuido a aliviar gastos rutinarios de economías familiares. Es cierto que, a partir de un determinado momento de nuestra historia reciente, la variedad y tipología de artículos disponibles en supermercados, ultramarinos y tiendas se disparó y se pudo acceder a estos sucedáneos como alternativas más o menos socorridas y llevaderas, si bien es cierto que el ama de casa, principal conseguidora doméstica, conocía perfectamente qué estaba adquiriendo y era muy consciente de qué limitaciones y diferencias de calidad separaban al sucedáneo del original.
A día de hoy, de forma semejante a como ha ocurrido con el procedimiento de equiparación legal y comercialización de productos similares al chocolate, respecto a los componentes y características exigidas a este producto, nuestra sociedad de consumo ha ido admitiendo, normalizando e incorporando innumerables sucedáneos en su vida diaria, de tal manera que resulta ya extremadamente difícil encontrar las, por otra parte evidentes, diferencias entre un tipo de producto y su imitación y aún más complejo conseguir separar la esencia y pureza de algo frente a la morralla, el relleno, la copia, la caricatura e incluso la burla del original. Se ha llegado a un consenso social de mínimos para hacer pasar muchas cosas, ideas y situaciones por lo que no son, sin que nadie se atreva a cuestionar nada o a señalar que el emperador va desnudo. Hemos retorcido, forzado y mutilado nuestra capacidad objetiva de discriminación, de discernimiento, la facultad inherente al ser humano de conocer lo que es en última esencia y lo que no es, degenerando en un proceso de atrofia cognitiva, un estado permanente de autoengaño en el que creemos estar consumiendo el producto original mientras que nuestras vías de información sensorial y racional perciben lo contrario y saben perfectamente que no es así. Esta degeneración del proceso cognitivo ha ido abriéndose camino en nuestra psique colectiva como un hongo de pudrición, permitiendo horadar un agujero a modo de tragadera fecal capaz de validar y engullir como apropiado todo tipo de residuos y deshechos.
Así, hoy en día entendemos como alimento cualquier sucedáneo bien publicitado que satisfaga instantáneamente nuestro sentido de la palatabilidad, el deseo placentero y adictivo de la gula y consiga, de paso, reducir momentáneamente nuestra ansiedad.
De forma equivalente, admitimos como modelo exitoso de relaciones íntimas, personales o sociales otro sucedáneo: un escaparate público y compartido repleto de vacuidad e imposturas donde intercambiar todo tipo de estímulos capaces de saciar el hedonismo, la vanidad, la frivolidad, la superficialidad, la autoconsideración, la autoimportancia o el placer inmediato. La rutilante vitrina de una trastienda polvorienta donde esconder miedos, soledades, complejos, inseguridades y engaños.
Aceptamos como sucedáneo de Cultura (hoy en día reducida al concepto de ocio) a una pasta insípida e informe, cocinada en grandes productoras y plataformas, lista para ser degustada en dispositivos personales e hiperhormonada con estímulos evasivos de violencia, sexo, fantasía o terror que estimulan nuestros instintos más básicos y nos evitan pensar. Así pues, no es de extrañar que nuestros intelectuales, líderes y pensadores de referencia constituyan, en el siglo XXI, una caterva de auténticos indigentes mentales y estúpidos emocionales carentes tanto de educación como de escrúpulos; una pandilla de mequetrefes autopercibidos como ídolos o influencers superiores moral, estética e intelectualmente al resto de la plebe y reconocidos por el populacho como artistas, actores, presentadores, tertulianos, opinadores, analistas, creadores de contenidos, famosetes, bufones de palacio y cualquier otro personaje caricaturesco que viva de la sopa boba (o sea, subvencionado con nuestros impuestos). Los otrora prestigiosos grandes medios de comunicación y reputados canales de información han sido relegados a meras agencias estatales de opinión única, desinformación y manipulación mediática masiva, mientras que los antiguos periodistas de investigación son ahora sucedáneos a sueldo del mejor postor. Una horda de mercenarios que analizan y opinan por nosotros.
En otro orden de cosas, hemos consentido en renunciar a nuestra soberanía sanitaria y toleramos en su lugar un sistema público ineficaz cuyo objetivo principal es cronificar la enfermedad, fidelizar una clientela de pacientes debilitados, generar y gestionar alarmas, macrointereses farmacéuticos e interminables listas de espera y activar diariamente miles de máquinas de expedición de drogas (en el pasado llamadas médicos) que intenten contener la pérdida masiva de usuarios y lidien día a día con parroquianos agotados.
Como sucedáneo de un sistema educativo y formativo válido nos hemos conformado con la reclusión obligatoria de nuestros niños y jóvenes en centros castrenses de adoctrinamiento moral y social, programados para generar futuros ciudadanos ociosos, vulnerables y consentidos. Espacios diseñados para destruir desde la base cualquier atisbo de vocación, talento, fortaleza, aspiración o potencial a cambio de asentar, consolidar, alimentar y primar un mórbido cuadro de todo tipo de confusiones, carencias, inseguridades, dependencias, debilidades, complejos y caprichos.
A la hora de dar respuesta a nuestras más genuinas e íntimas inquietudes humanas, espirituales o filosóficas nos hemos contentado con coleccionar cursos, retiros, iniciaciones y grados y a deglutir sin masticar el mensaje artificioso de viejos mediadores con la divinidad o de nuevos iluminados de la nueva era, que prometen llevarnos al Samadhi y otorgarnos el conocimiento una vez pasemos por caja.
En nuestro país, y en buena parte de los que nos rodean, la ciudadanía, en masa, ha decidido no escuchar su voz interior y ha pactado en percibirse protegida, amparada, tutelada y en esencia feliz, pervirtiendo todos y cada uno de estos conceptos, cerrando los ojos y tolerando la perpetuación de un sistema de gobierno totalitario y corrupto basado en un régimen partitocrático, deslegitimado y no representativo, oligárquico, disgregador, intervencionista, represor, omnipresente, omnisciente, omnímodo y omnívoro que devora, asimila y controla todos y cada uno de los poderes separados, instituciones, tribunales o estamentos e imposibilita y persigue cualquier conato de crítica, propuesta, revisión, debate o modificación del sistema de elección y gestión de lo público. La población ha creído comprar un billete exclusivo al Parnaso y le han dado, en su lugar, un pasaporte al infierno globalista y tiránico de anulación del derecho natural, de la libertad y de la expresión de todo valor humano.
Hoy en día las amas de casa ya no necesitan recurrir a malas imitaciones, a sucedáneos, para incorporar ciertos productos a la bolsa de la compra. ¿Por qué nosotros, como ciudadanos y seres soberanos y libres, sí lo estamos permitiendo? Hemos ido normalizando la presencia de sucedáneos en cada una de las áreas esenciales de nuestra vida, ¿será acaso porque nuestra existencia se ha convertido también en un sucedáneo insulso?
Es un buen momento, mejor que cualquier otro, para parar la máquina de ingestión diaria de inmundicias y replantearnos qué y a quiénes estamos realmente alimentando con nuestras acciones y omisiones y si es realmente riquísimo chocolate lo que creemos estar paladeando o simplemente pura mierda.
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