Llamemos ciudadanía atropellada a esa suerte de masa informe e indiferenciada de individuos, como tú y como yo, ignorantes de su propia condición, sujetos (y esclavos) de derecho, indistinguibles de cualquier otro en su posición y clase, que cohabitan y se mezclan, hacinados, en las ruidosas poblaciones occidentales de este supuesto primer mundo tecnológico del bienestar. Son estos ciudadanos, pretendidamente libres y soberanos, totalmente incapaces de ejercer esa libertad y soberanía, quedando resignados a la impotencia, al silencio y al padecimiento de una frustración permanente e insatisfacción crónica. Esta población atropellada viene siendo reiteradamente abusada, subyugada, apalizada, vapuleada, insultada, zarandeada y arrastrada por el suelo por su Papá Estado, asumiendo como normal e inevitable esta horrible realidad. El rebaño poblacional ha logrado, a base de mucho deglutir barro y hiel, llegar a aceptar y regularizar, con el tiempo y más de una caña, auténticas atrocidades, como es ser continuamente atracado, saqueado y humillado públicamente por unos mangantes profesionales a los que idolatra, teme, obedece, paga y fija en sus puestos vitalicios. Un patológico cuadro psiquiátrico de difícil comprensión y diagnóstico. ¿Síndrome de Estocolmo?, ¿perversión masoquista?, ¿complejo de bayeta?
El ciudadano avasallado siente una impotencia profunda y permanente que no puede desahogar, ya que rehúsa ponerse en acción y denunciar su caso a la autoridad, dado que es ésta, precisamente, la que abusa directa o indirectamente de él. Por eso traga su orgullo con una cucharada de vergüenza, clama en silencio, maldiciendo para sí y acumula un odio purulento que descarga ruinmente en su familia y entorno.
Esta masa humana, arrollada y aplastada, se ha avenido, con los años, a comportarse como un cuerpo inánime y desmadejado, incapaz de reaccionar ante la vejación continuada, renunciando a defenderse, a ofrecer resistencia alguna, a hacerse valer mínimamente frente al opresor. Sabiéndose más que rendida y harta, arroja al suelo las armas, ofrece su cuerpo, su energía y su alma para que sean brutalmente sacudidos a cambio de sufrir el menor dolor posible. Como ocurre con muchos individuos maltratados al confrontar la vejación y el sufrimiento diarios, nuestra ciudadanía, tendida en una sucia cuneta tras la violación diaria, ha desactivado definitivamente su mente, ha silenciado su sentido crítico y apagado su voz interior, ha renunciado al discernimiento y se ha desconectado de una vez y para siempre de la realidad, a modo de mecanismo de evasión y defensa. Ya no siente, ya no piensa, ya no reacciona. Ha aceptado su fatal destino, su inevitable final y su uso como carne para la picadora.
El abusador mira de soslayo desde arriba, con chulería y altivez, con esa especie de superioridad moral e intelectual que nadie se ha atrevido a discutirle. Mientras te enjugas las lágrimas, éste se ríe y te suelta eso de: “Bueno, y ¿ahora qué vas a hacer?, ¿a quién te vas a quejar, idiota?, ¿a mis policías?, ¿a mi ejército?, ¿a mis jueces?, ¿a mis medios de comunicación? Sabes que no puedes hacer nada, pringao”. Se sube los pantalones, te escupe y, dándose la vuelta, te arroja un par de monedas con las que comprar tu silencio y calmar su conciencia.
Tristemente, la ciudadanía atropellada ha desarrollado a lo largo de las últimas décadas unas tragaderas morales abismales e inconcebibles, capaces de engullir cualquier medida, censura, norma, política, moda o tendencia, por muy disparatadas y contrarias al sentido común que éstas sean, con tal de que se le deje en paz, de que se le permita malvivir como hasta ahora, sin complicaciones ni compromisos. El ciudadano arramblado del siglo XXI ha admitido y asimilado este nuevo estado de las cosas y la nueva conceptualización de la realidad que les han sido impuestos. Rehúsa la confrontación y la crítica. Evita a toda costa ser objeto de señalamiento y de estigmatización social. Ha comprado y aceptado al pie de la letra un relato terrorífico que le cuentan antes de dormir, cada noche, desde hace mucho tiempo.
Ha sido éste un camino largo y complicado. Ha costado mucho esfuerzo, decenas de años y miles de millones de euros alcanzar una cuota de masa social atropellada lo suficientemente amplia, inofensiva e inerte para que ésta disfuncione por sí misma, se censure y autorregule. El primer paso fue otorgar ciegamente y delegar plena autoridad y el poder personal que nos pertenece por nacimiento a una serie de estamentos, instituciones y corporaciones absolutamente degradadas y abyectas, cuando no simplemente inútiles, que trabajan conjunta y coordinadamente para el sometimiento, contención, esclavización y masacre de la población. Un coadyuvante esencial en el éxito de esa operación ha sido el permitir que sean estos mismos entes y autoridades quienes secuestren, monopolicen y controlen el lenguaje en tanto medio básico y herramienta fundamental para la comunicación, la expresión de ideas, términos, conceptos y de la ulterior comprensión de la realidad y, aún más, que lo empleen como arma para enfrentar a la masa y crear de la nada una nueva realidad que imponer, caiga quien caiga. Ha sido vital construir una nueva narrativa degenerada que armonice el proceso y justifique y legitime todos los desmanes que están ahora perpetrando desde sus planes, agendas y programas políticos, económicos y sociales. Para ello las oligarquías han necesitado de la colaboración de la población, de manera que fuera ésta la que admitiera e incorporara, a base de machacona insistencia desde las plataformas públicas, medios de comunicación, canales de información, centros educativos, lobbies y agencias gubernamentales, una neolengua basada en la sistemática alteración e inversión de significados para términos, conceptos e ideas, todos ellos básicos y vertebradores del diseño social y la convivencia diaria. En el preciso momento en que logran el dominio y monopolio del relato y, con ello, la nueva concepción de significados y matices de términos y expresiones, antes objetivos y ahora sesgados y subjetivos, se apropian de las ideas que el lenguaje común vehicula. Quien denomina, domina.
Estos constructores sociales han patentado y popularizado un traductor universal para todo mensaje que transmitimos e intercambiamos, un programa lingüístico repleto de nuevas connotaciones, alteraciones y tabús al servicio de una nueva ideología que implantar. Por ello el lenguaje de la calle se convierte, más que nunca, en la necesaria y primigenia herramienta de ingeniería social que posibilita la implementación y la imposición del pensamiento único y recto que dé la bienvenida a las nuevas políticas de control y prensado ciudadano. Estamos, pues, sirviendo como impulsores útiles e inconscientes de una ideología aberrante y antinatural, ajena y globalista, que pretende desintegrarnos como individuos y como pueblo supuestamente soberano, y peor aún, destruirnos como seres humanos para disolvernos en una dictadura mundial oligárquica.
El asalto, expropiación y toma por la fuerza del lenguaje y con ello de la narrativa, o el discurso, como ahora gusta en decirse, es evidente y preocupante. La inversión conceptual y disonancia cognitiva que se ha generado en el ciudadano de a pie es tal, que solo basta imaginar a nuestros abuelos, gente sencilla pero cabal, hoy en día, siendo incapaces de entender las barbaries que estamos permitiendo como sociedad, pero mucho menos aún los razonamientos, argumentos y teorías que las analizan y justifican.
Quiero pensar que todos estos movimientos de opresión y contención social, de subyugación, descontento y revuelta son parte de las convulsiones rítmicas de un gran parto en el que se hace imprescindible eliminar, antes que nada, inmundicias, sangre y fluidos inútiles y corrompidos. Rezo para que sea éste el alumbramiento, mugriento y desgarrador, de una nueva sociedad, ojalá de una nueva civilización (con lo que comporta este término) que ha de surgir del cadáver de ésta. No conozco ningún parto natural que no sea doloroso y desesperante y éste nos parece ahora más largo y lastimoso de lo normal, pero confío en que la Madre Historia, ocupada en dilatar su útero para romper y empujar con fuerza, expulse su criatura pronto y bien. Mientras esto ocurre y en todo lo que pueda, un servidor se ha comprometido a asistir a la parturienta facilitándole la dura tarea, insuflándole ánimos, proveyendo de toallas, agua caliente y café, como en las pelis del oeste, levantando acta del feliz proceso y ayudando a que la criatura nazca sana, bonita y entera, con todos sus dedos.
Comments