EL MENÚ DEL DÍA
- V. van Botel
- 6 jul
- 5 Min. de lectura

Cuando uno es secuestrado sin ser demasiado consciente de ello (lo intuye, pero su psique lo rechaza de plano y se niega a reconocerlo), cuando el captor le convence de que ha llegado para cuidarlo y que, de ahora en adelante, todo lo que ocurra se hará por su bien, cuando al cautivo se le priva progresivamente de libertad de acción, se le retira poco a poco la luz del sol y se le mantiene vivo con un mendrugo de pan durante años, sucede que éste se acostumbra y acepta la nueva realidad como la única posible, transformándose no sólo en un sumiso inquilino del zulo que habita (y que acabará adecentando con primor), sino en el complaciente deudor de su secuestrador, por el que empezará a sentir profundos sentimientos de reconocimiento e inexplicables vínculos de simpatía, dependencia y gratitud. Es, tristemente, una respuesta de adaptación y supervivencia ampliamente estudiada, denominada síndrome de Estocolmo.
Pues bien, durante este tránsito por un cautiverio prolongado de desnutrición y privación sensorial, el organismo degenera y deteriora progresivamente sus capacidades y potencialidades, aletargando buena parte de sus sentidos, tanto internos como externos, para adecuarse a la nueva situación de oscuridad, precariedad y carencia. Las habilidades innatas se atrofian y disfuncionan por no disponer de estímulos sensoriales ante los que reaccionar y, mucho menos, desafíos que afrontar y superar a lo largo de un día a día de cautiverio repetido, monótono y vacío.
Nuestra realidad social responde exactamente a este modelo. Algo me dice que estamos consintiendo una situación sostenida de privación y ruindad mental y espiritual, dilatada a lo largo de estos últimos años, o décadas, durante los cuales un secuestrador invisible nos ha ido acostumbrando, por simple inducción, a una especie de sustancia pastosa similar a una mortadela vital multiusos, fabricada a base de desechos, que nos mantiene vivos, mal que bien, pero anulados. Y es que nos han ido atiborrando tanto con este embutido tóxico que hemos perdido, progresivamente, la capacidad sensorial para reconocer y saborear un plato exquisito y delicado, prefiriendo, por acomodo, vergüenza y consenso, seguir ingiriendo mierda.
Y dado que la ignorancia es muy atrevida y el recuerdo del necio frágil, aquellos desafortunados que nunca probaron la excelencia o incluso los que ya la han olvidado, argumentarán, en lo sucesivo, que la palatabilidad de ese nuevo embutido, inflado de conservantes, potenciadores de sabor y azúcares, es mucho mejor que el sabor de ese jamón ibérico del que le hablas. Y lo que es más grave, las generaciones venideras harán suyo este razonamiento, no ya por ignorancia, estupidez u orgullo, como sus padres ahora, sino por puro desconocimiento al no haber tenido jamás la oportunidad de saborear un jamón curado en condiciones, artículo, por otra parte, que nunca podrán permitirse dada la pobreza mantenida que habrán heredado del actual y flamante estado del bienestar.
Como vemos, el organismo resetea toda información disonante e inútil y se aclimata al nuevo estímulo repetitivo, el único que, de ahora en adelante, será capaz de paladear. Cuestión de adaptación.
De la misma manera sucede cuando, dentro de este zulo global de paredes invisibles, a uno se le ata a una silla cada mañana y se le ceba con basura, sometiéndolo a una dieta diaria de detritus televisivos, periodísticos y digitales, tendenciosos, innecesarios, confusos, estúpidos e incomprensibles. Una bazofia repleta de azúcares y conservantes cerebrales, de fácil ingestión e inmediata excreción. Un régimen hipercalórico que el organismo acepta rápidamente y por el que pronto se llega a la memez, a la indolencia y a la sensación de tonta confortabilidad, tan pronto uno se acostumbra a esos productos cárnicos de ínfima calidad y se olvida de sabores más elevados que un día probó, tan pronto uno se convierte en consumidor compulsivo de un contenido mediático apestoso, diseñado para la idiotización y la estimulación instintiva y mantenida de las más bajas emociones.
Podemos decir, sin miedo a exagerar, que nuestra ciudadanía, en especial la adulta, se ha habituado a consumir compulsivamente este producto tóxico, perfectamente homologado y promocionado por autoridades y comités de expertos y neurológicamente adictivo, que nos mantiene anestesiados y excitados en las vibraciones más degradadas, atrapados en un vacío conceptual y sostenidos bajo constantes vitales más que ralentizadas y un encefalograma planísimo. Nuestro individuo moderno, esclavo apático y perezoso, ternero embuchado del rebaño occidental, atado a esa silla imaginaria, se somete a una sobreexposición permanente de electroestímulos primarios que le invitan a no pensar, a no razonar, a no discriminar, a no decidir, a vencerse al confort de un mundo asépticamente virtual. Este proceso de degeneración sensorial y mental ha inutilizado, por dejación en el uso, el criterio y la exigencia, la capacidad de pensamiento reflexivo, de interiorización y sentido crítico que nos son tan innatos. Saboteamos así nuestro propio sistema operativo, ese que nos venía de serie, permitiendo el paso de todo tipo de virus y malwares a nuestro interior, hasta el punto de no retorno en el que ya nos reconocemos incapaces de enfrentar estímulos mínimamente exigentes y elevados por haber perdido la actividad enzimática necesaria para deglutir y aprovechar cualquier alimento que sea de mínima calidad, de tal forma que, directamente, evitamos enfrentarnos a éstos. El organismo no ha hecho otra cosa que decaer, adecuarse y limitarse a sobrevivir a base de despojos nutricionales más o menos hediondos, nada más y nada menos. En adelante sobrevivirá engullendo cualquier tipo de género rancio y apestoso al que no será capaz de renunciar y por el que dará repetidas gracias.
¿Es el pez que se muerde la cola, o no, tanto? Sabemos que los medios de comunicación ofrecen bandejas de desperdicios putrefactos porque repiten, como un mantram, que es el público zombificado el que exige carne podrida para saciar su hambre, o ¿es,precisamente, al revés? que cuando el guardia del zoo, siguiendo directrices de la dirección del centro, alimenta a las fieras desde bien pequeñas con pienso adulterado y descompuesto, son esos mismos leones, llegados a adultos raquíticos y sedentarios, quienes, impedidos para la caza, reclaman insistentemente esa misma bazofia, bien conocida, para alimentar con ella a sus cachorros. Pensadlo detenidamente.
Una sociedad pastoreada y amamantada en la ignorancia y el relativismo, en la desactivación espiritual, en la indigencia intelectual, en la anemia cultural, en la insolvencia productiva, no puede ser nada más que una sociedad acrítica, frágil, desarraigada, acomodaticia, conformista y absolutamente desarbolada, condenada al fracaso y a la pobreza eterna. Esa población, mantenida con una mortadela insípida y pegajosa, nunca exigirá estímulos nuevos y desafiantes porque carece ya de facultades, energía y referencias para demandarlos. Ha degenerado, no solo sus papilas gustativas, sino que ha perdido sus dientes. La crianza perpetuada de baja calidad aborta cualquier conato de impulso renovador dentro de un rebaño en el que las reses, abúlicas y engordadas, parecen ser conscientes, exclusivamente, de una sola cosa: que pronto serán sacrificadas para que otros, más afortunados, se alimenten de ellas como es debido.
Es imprescindible que dispongamos de todas nuestras facultades en óptimas condiciones y en perfecto estado de revista para tomar las decisiones correctas y afrontar la batalla con garantías. También nuestro paladar y sentido olfativo, que deben estar afinados como un violín, por lo que se hace imprescindible sanearlos y no someterlos a regímenes alimenticios putrefactos, como actualmente hacemos. Así que, si tu compromiso es ser un guerrero soberano, solvente y poderoso que ayude a ganar esta guerra, ¡abandona de una vez la coprofagia!
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