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EL PROGRESO INDEFINIDO

El astrónomo (De astronoom), de Johannes Vermeer (1668). Museo del Louvre, París
El astrónomo (De astronoom), de Johannes Vermeer (1668). Museo del Louvre, París

Subamos a una particular máquina del tiempo. Vamos a ajustar los mandos y concretar fechas con un objetivo, el de encontrarnos con diferentes grupos de hombres notables que coincidieron en el planeta Tierra en determinados momentos de la historia. ¿Preparados?, ¿sí? Bien, nos dirigimos en primer lugar a mitades del S.VI a.C., en la más rancia y oscura antigüedad clásica, más concretamente al entorno de Asia menor y del lejano oriente, donde convergen figuras del pensamiento y la filosofía de la talla de Siddharta Gautama Buda, Lao-Tse, Confucio y Zoroastro. ¡Todos a la vez! ¿Casualidad? Algo más próximos a nuestra realidad cultural, bañados por las aguas del Mediterráneo encontraríamos, por aquellas fechas, a Pitágoras, Anaximandro, Tales de Mileto, Anaxímenes o Heráclito. Una conjunción de grandes maestros, puntales de filosofías y religiones, alma de civilizaciones e imperios.


Saltemos ahora a la edad moderna. A comienzos del S.XVII, en el epicentro de la monarquía hispánica imperial, concretamente en 1610, donde confluirán en el entorno de la villa y corte personalidades literarias de la talla de Luis de Góngora, Baltasar Gracián, Francisco de Quevedo, Ruiz de Alarcón, Miguel de Cervantes, Mateo Alemán, Tirso de Molina, Lope de Vega, Vélez de Guevara, Vicente Espinel o un jovencísimo Pedro Calderón de la Barca, nada más y nada menos. Mientras, algo más al norte, en una pérfida islilla de mala muerte, escribía sus piezas dramáticas un tal Shakespeare. Algunos de los maestros de la pintura con que podríamos cruzarnos si hiciésemos un tour continental ese mismo año, serían Caravaggio, Rembrandt, Velázquez, Van Dyck, Zurbarán, Rubens, El Greco, Jan Brueghel el Joven o José Ribera. Mejora esta alineación, si puedes. En esa misma visita cultural nos toparíamos con el escultor Bernini en Roma o con algunos maestros musicales del renacimiento tardío y primer barroco, como Claudio Monteverdi, Heinrich Schütz, Giovanni Gabrielli, Girolamo  Frescobaldi, Tomás Luis de Victoria o Gregorio Allegri. Reconoceríamos igualmente a algunos hombres destacables de ciencia, filosofía y pensamiento como Francis Bacon, nuestro neoescolástico Francisco Suárez, Galileo Galilei o René Descartes.


Esperando que aún no te hayas mareado con tanto vaivén, te invitaré a dar un pequeño salto más para aterrizar a principios del S.XIX, justo en 1824, en los albores de los movimientos románticos europeos, para hallar, quizás, la mayor confluencia temporal de grandes maestros compositores vivos de la historia de la Música (con mayúsculas), nombres de la talla de Ludwig van Beethoven, Franz Listz, Felix Mendelssohn, Frédérich Chopin, Gioachino Rossini, Robert Schumann (y su esposa, Clara), Carl Maria von Weber, Antonio Salieri, Niccolò Paganini, Richard Wagner, Anton Bruckner, Luigi Cherubini, Charles Gounod, Franz Schubert, Giacomo Meyerbeer, Jacques Offenbach, Johann Strauss (padre), Giuseppe Verdi, Hector Berlioz, Gaetano Donizetti, Vincenzo Bellini, Bedrich Smetana, César Franck, Otto Nicolai, Franz von Suppé o Mijaíl Glinka.  Pero no solo disfrutaremos de un escenario musical irrepetible, sino del esplendor de un panorama literario, con poetas, dramaturgos y novelistas de la talla de Walter Scott, Lord Byron, Honoré de Balzac, Charles Dickens, Stendhal, Aleksandr Pushkin, Gustave Flaubert, Fiódor Dostoyevski, Julio Verne, Mariano José de Larra, José de Espronceda, Herman Melville, Charles Baudelaire, Chateaubriand, los hermanos Grimm, Edgar Allan Poe, Whasington Irving, Leon Tolstoi, Alejandro Dumas (también a su hijo), Victor Hugo, El duque de Rivas, Emily y Charlotte Brönte, Walt Whitman, Goethe, Heinrich Heine, William Thackeray, Nikolái Gógol o José Zorrilla. Sumemos a Goya, William Turner y Delacroix en las artes plásticas y a Schopenhauer, Kierkegaard, Hegel o Marx en el pensamiento filosófico, económico y social.


Hemos obviado en este carrusel temporal otros escenarios más previsibles, por tantas veces transitados, como la Italia de principios del XVI en pleno renacimiento, el panorama literario y pictórico europeo de finales del XIX o las vanguardias artísticas de principios del XX.


Pues bien, incluso un siglo y medio más tarde de ese último salto temporal, ya en un momento histórico (el último cuarto del siglo XX) sumido en plena decadencia, un servidor tuvo la suerte de nacer en un mundo donde existían, todavía vivos, personalidades como las de: Salvador Dalí, Pablo Picasso, Eduardo Chillida, Antonio Buero Vallejo, Gabriel García Márquez, Ray Bradbury, Julio Cortázar, J.D. Salinger, Agatha Christie, Jorge Luis Borges, Vladímir Nabokov, Krishnamurti, Dmitri Shostakóvich, Andrés Segovia, Leonard Bernstein, Vangelis, Joaquín Rodrigo, Maria Callas, Bernard Herrmann, Rudolf Nuréyev, Ella Fitzgerald, Fred Astaire, Henry Mancini o el singular Groucho Marx, más un buen número de maestros y creadores del nuevo y séptimo arte del S.XX, como Ingmar Bergman, Akira Kurosawa, L.G.Berlanga, Alfred Hitchcock, John Ford, Luis Buñuel, Fritz Lang, Charles Chaplin, Víctor Erice, Woody Allen, Howard Hawks, William Wyler, Vincente Minnelli, Stanley Kubrick, Roberto Rosellini, Orson Welles, Luchino Visconti o Billy Wilder. Todos ellos absolutos genios, referencias, tope y vanguardia de sus respectivas áreas y disciplinas.


Te animo ahora, querido lector, a estrujar un poco tus sesos y rellenar, con honestidad y no poco esfuerzo, la siguiente lista de personalidades de hoy en día que consideres que hayan podido engrandecer al género humano: los artistas, creadores, pensadores y filósofos más importantes de la actualidad, en 2025, son: ---------------, ---------------, ----------------, -----------------, -------------

Cuesta colocar algún nombre de enjundia. Pocos candidatos ¿verdad?, ¿podrías meter alguno? Estoy ansioso por conocer tus propuestas, házmelas saber.


Pues bien, todo lo anterior viene a colación para revisar una teoría, aplaudida entre la progresía intelectual, llamada progreso indefinido, que postula una vía inexorable de avance y perfección en el desarrollo de la Humanidad conforme avanzan los siglos, solo por el mero hecho de superarlos, siguiendo una especie de progresión continua y lineal, virtuosa y deseable, auspiciada por los avances tecno-científicos, a hombros de los cuales la raza humana habría de alcanzar sus más altas cotas.


Casualmente, la propagación de este pensamiento fue favorecida por algunos intelectuales y políticos, especialmente de América del sur, durante mitades del S.XIX, precisamente cuando se hacía esencial inculcar teorías que justificasen la explotación económica y la expansión industrial depredadora que el orbe anglosajón desarrollaba, salvajemente, en muchos de estos países meridionales, concebidos a modo de colonias y centros de producción externa. Autolegitimación y propaganda, al fin y al cabo. Nada nuevo bajo el Sol. En este mismo sentido sincrónico y sinérgico comprendemos la expansión de esta doctrina al compás de un proceso global activado desde la segunda revolución industrial y el crecimiento desaforado del consumo como fenómeno occidental imparable e insaciable, propulsando una opinión pública optimista según la cual, mediante el uso de la razón, más el control y dominio de la naturaleza que posibilitaba la tecnología y la productividad, el ser humano habría de alcanzar la abundancia, la verdad y la perfección, resolviendo de una vez por todas sus problemas sociales y obteniendo así la plenitud y felicidad. Visualicemos la imagen de ese hombre, caminando lento pero esperanzado en una dirección luminosa y definida, hacia un objetivo deseable. El final de la historia, vamos.


Esta explicación encajaba plenamente con otras corrientes más o menos contemporáneas, como el positivismo decimonónico (la Humanidad solo puede acceder al conocimiento y a la explicación de la realidad mediante la ciencia y aquellas experiencias tangibles y medibles que ésta puede interpretar y validar), las teorías evolucionistas, de las que se infería que el progreso era también una forma de selección natural de los pueblos, un argumento muy calvinista, por cierto, engarzado con el destino manifiesto que postulaban los norteamericanos de aquella época (los pueblos menores, menos desarrollados, no pueden gozar de los mismos derechos políticos ni territoriales que nosotros, los elegidos) o con el espíritu antihispanista de algunos intelectuales iberoamericanos, que no dudaron en abrazar la alternativa liberal anglosajona para subyugarse definitivamente e hipotecar a sus pueblos, más el soporte de las teorías económicas del liberalismo, el marxismo o el anarquismo, hijas bastardas (de gestación diferida) de Mamá ilustración y de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX.


Detrás de todas esas corrientes de pensamiento bullía un optimismo burgués que, glorificando el antropocentrismo, proponía de facto la sustitución de una fe superior por otra basada en el conocimiento racional y la expectativa de un progreso material saciador, donde solo el hombre, aislado en el universo, dueño y señor, era protagonista y responsable último. Un camino pautado pero seguro que habría de permitir el perfeccionamiento humano a nivel moral, social, político y económico. Se tornaba necesario, pues, mirar hacia adelante, olvidar ese pasado “primitivo” que había limitado el desarrollo humano y abrazar el único futuro “civilizado” posible, regido exclusivamente por la ciencia y la razón. Las explicaciones religiosas y filosóficas dejaban de ser, de una vez y para siempre, una vía válida de conocimiento por no estar apoyadas en las claves que Diosa Razón establecía para interpretar la realidad, quedando relegadas y expulsadas al pozo de la superstición y la ignorancia. El hombre ahora podía, y debía, emanciparse de todas aquellas ataduras que le perfilaban y constreñían: la familia, la comunidad, la herencia cultural, la religión, la costumbre,…todo aquello que le impidiera ser lo que es en potencia, para emerger así como un ser libre, receptor y diana de todos los avances y beneficios que el mundo moderno y tecnológico le brinda, que no son otros, a día de hoy, que meros dispositivos de evasión mental y simuladores de placer sensorial. Mientras, el Estado plenipotenciario, feliz administrador de estas prebendas y regalos, garantizaría el sostenimiento del sistema de gratificación sensorial con tal de fidelizar estas nuevas ataduras y hacer germinar seres desarraigados, hidropónicos y altamente dependientes de las golosinas prometidas. Seres aislados que pronto dejarán de sentir necesarios sus vínculos naturales y sociales, de tal forma que los despreciarán y rechazarán por considerarlos dilemas y cargas que no querrán sostener más, hasta el punto que incluso la propia condición humana les sobrará, les estorbará, no le reportará nada práctico ni inmediato, así que dejarán de usarla y la sacrificarán en pos de obtener aún más ventajas biotecnológicas. Así llegamos al triunfo del posthumanismo y su consecuencia inevitable, el transhumanismo, donde todo rastro lejanamente humano viene a ser, operativamente, un estorbo, una limitación, un impedimento para avanzar más rápidamente en la optimización del hardware biotecnológico, en la recepción de nuevas actualizaciones que permitan sentir y experimentar más intensamente y que obstaculice la mejora del entorno personalizado. Todo ese rastro humano se convierte así en un compromiso y un peso que ya nadie querrá asumir. ¿Para qué voy a ejercer mi discernimiento, mi voluntad, mi albedrío, mi inventiva, mi esfuerzo, mi imaginación, mi capacidad de reflexión y creación, si quien diariamente me provee de entretenimiento y evasión ya lo hace por mí?


De aquellos barros positivistas, estos lodos postmodernos, solidificados por un cientificismo dictatorial y atroz, que ha servido, entre otras cosas, para rigidizar y estrechar los criterios de miras y reducirlos a ciertos hallazgos y conclusiones con los que justificar la total ausencia de ética en el planteamiento moral del ser humano y allanar su camino inexorable hacia la deshumanización, recambio y sustitución.


Pareciera que, en este mundo, desmadejado y uniformemente idiota, asomado a su propio abismo ontológico, la tecnología hubiera ya sustituido, por ley, al propio humano, cerrando el círculo en que el centro del universo fue trasladado provisionalmente de Dios al Hombre y desde éste devuelto a un nuevo dios, esta vez un dios Máquina, albacea y depositario de todas nuestras posibilidades como especie. En el trance, el ser humano se ha visto superado e incapaz de gestionar la tarea titánica que supone sostener la responsabilidad de la Creación y mantener el peso gravitatorio que recae en el centro del Universo. Ha sido derrotado por su propia estrategia, y por tal, hastiado y refractario a asumir su propia humanidad y sus capacidades naturales, que le habilitan para, entre otras cosas, ansiar y saborear la verdadera belleza y escudriñar entre los indicios de la Verdad. Esa misma falta de empuje y de criterio de que adolece el hombre contemporáneo, que, ciertamente, le aboca a un mundo derrotado, desquiciado, enfermo y vacío de propósito y contenido, al que nos enfrentamos, resignados e impertérritos, y al que no le faltan estímulos, precisamente, frente a los que reaccionar. Los mismos estímulos críticos y pulsiones creadoras que otras generaciones sí aprovecharon para alcanzar la genialidad y el esplendor cultural, artístico, filosófico, humanista o científico.


El hombre ha consentido, en apenas tres siglos, ser embaucado por locas ideologías e ideas tan utópicas como imposibles, volcar la inercia histórica con la que arrancó, desaprovechar su ventaja, apartarse tímidamente de su propia carrera evolutiva para, simplemente, autocondenarse y relegarse a un segundo plano, anteponiendo el destino triunfal de la sociedad materialista, productivista y fagocitaria, al suyo propio.


Según ese peregrino razonamiento esgrimido en la teoría del progreso indefinido, pareciera que el índice de evolución humana debiera ser medido exclusivamente en función de las cotas tecnológicas y económicas que las naciones fueran capaces de lograr e  instaurar (que, por otra parte, legitima y da base a sistemas del tipo capitalismo y comunismo), sin ponderar otros factores difícilmente cuantificables que sí representarían el nivel evolutivo del espíritu humano, tales como el arte, la cultura, el pensamiento o la filosofía, auténticos síntomas del esplendor civilizatorio. El progresismo, en cualquiera de sus formatos y vías, siempre será, en definitiva, una quimera, una trampa intelectual a la que muy gustosos acudimos, empíricamente incompatible con la evolución de las sociedades occidentales y el reguero de miseria y desigualdad que dejan a su paso. Un caballo de Troya que inocula el germen de muchos de los males y frustraciones que hoy padecemos y que nos acomodan en una confortable prisión sin paredes de la que nadie quiere salir. La evolución a la que el progresismo aspira es la esclavitud sostenida de hoy y el compromiso de fidelidad que no dudamos rendir a nuestros amos.


Nada más sencillo que desmontar estos dogmas posmodernos al enfrentarlos al pulido espejo de la historia, sometiéndolos a un contraste sonrojante solo con aportar, como hemos intentado hacer, algunos ejemplos antiguos que evidencian las carencias de un árido panorama presente, carente no solo de brillantez y alma, sino de perspectiva y esperanza. Así pues, la teoría del progreso indefinido no es solo una idea sesgada y tendenciosa que algunos sociólogos han enarbolado, muy interesadamente, para esperanzar a un puñado de borregos conformistas, para asegurar que nada cambie, esperando a que una hipotética inercia histórica nos haga mejores como ciudadanos, sino que todo ese auspicio científico, tecnológico y empresarial no ha logrado más que agrandar y cronificar algunos de los problemas endémicos que enfrenta la Humanidad (desigualdades económicas, desaparición de culturas y etnias, absorbidas por la explotación, monopolización de recursos, transhumanización, cientificismo dogmático,…).


Las evidencias y la razón concluyen que esta teoría, como  tantas otras que le orbitan, es una completa estupidez que no solo nos compromete como especie y sociedad, sino que insulta nuestra memoria y nuestro endémico sentido crítico.


3 comentarios


Invitado
11 ago

No se puede argumentar mejor, y lo triste es que no es profecía.... Es la triste realidad. Y ahora cómo cambiamos el rumbo?

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Invitado
04 ago

Espléndida numeración en la linea temporal del los grandes genios de la historia

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Contestando a

Pues me alegro que te haya impresionado. Hay muchas más combinaciones de nombres mayúsculos que podría haber citado, y también algún gazapo que he metido, sin darme cuenta, vaya, como Tolstoi, que para aquella fecha aún no había nacido. En todo caso, se trata de imaginar el escenario cultural y contrastarlo con el desierto actual. Un abrazo y gracias por tu comentario y tu tiempo. V

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