LECCIONES PENDIENTES
- V. van Botel
- 26 jun
- 7 Min. de lectura

Imagino que os preguntáis qué está ocurriendo a vuestro alrededor. Yo mismo, cuando visito el escusado y genero un vacío iluminador en mi interior, en un arrebato cuasi místico, soy asaltado por multitud de dudas e inquietudes, irresolubles todas ellas, tales como: ¿qué coño está pasando?, ¿en qué momento dejamos de tener control sobre esta situación?, ¿en qué punto de la deriva nos encontramos?, ¿le queda mucho a esto para estallar de una vez?, ¿estamos, en realidad, dentro de un mal sketch de los Monty Phyton?, ¿qué tenemos que aprender de todo esto?, ¿por qué estamos aquí, precisamente ahora?, ¿por qué me ha tocado vivirlo en este país y no en otro? Lo cierto es que no dejo de pensar en estos asuntos una y otra vez y sigo sin encontrar una respuesta clara ni mínimamente satisfactoria. Sin ir más lejos, es que no alcanzo a entender exactamente qué enseñanza encierra todo lo que estamos viviendo y sufriendo, no soy capaz de llegar a la profundidad de lo que estamos aprendiendo, como colectivo, al permitir la destrucción sistemática y planificada de nuestra sociedad, de nuestra economía, de nuestros recursos, de nuestro territorio, de nuestra tradición y cultura, de nuestra historia, de nuestros códigos morales, de nuestro sentido común, de nuestro acervo acumulado, de nuestra soberanía, de nuestra identidad, de nuestra alma, en definitiva, de la dignidad y salud de nuestros mayores, de la mente de nuestros niños, etc. No comprendo la oportunidad ni el beneficio de consentir, cada día más, cada año más, a esta pandilla de ladrones ¡Sí! los ladrones de la democracia, del estado de derecho, de las promesas de crecimiento, pleno empleo y progreso, esos mismos que nos saquean impúdicamente y se nos ríen desde sus despachos, altivos, diciéndonos que todos somos muy iguales, aunque ellos un poquito más. ¿Qué utilidad tiene consentir que países como el nuestro pasen por la trituradora que otros han programado, y a la vista de todo el mundo, además?, ¿por qué esta permisividad? No cabe en mi cabeza.
Bueno, sí, un oprobio similar e inevitable podía ocurrirte en el cole, donde deambulaban abusones, matones y chulos que, en un momento dado, te podían robar el bocata o los cromos en el patio, o incluso humillarte delante de tus compis, pero al llegar uno a adulto se supone edificado con algo de dignidad, deja de consentir estos abusos y se planta, ya que para eso se ha educado, fortalecido y consolidado; pero no, mira tú por dónde, parece que esto no aplica con el aparato extorsionador y asesino que te gobierna. Ahí sigues, mirando hacia abajo, tragando y tragando hiel durante años hasta que te rebosa por dentro, te revienta la vesícula de la paciencia y acabas siendo intervenido de urgencia.
Quizás la enseñanza y la paradoja de esta realidad sean, a la vez, el hacernos conscientes de que son aquellos a los que (se supone que) elegimos para regir nuestros destinos y a los que pagamos generosamente los que, precisamente, están defecando en nuestra puta cara con total desfachatez y superioridad moral, sencillamente porque se lo hemos permitido. Quizás el aprendizaje sea contemplar, sin alterarse uno, a millones de idiotas compatriotas (¿por qué siempre riman tan bien estas dos palabras?) a tu alrededor, que agachan la cabeza y doblan la cerviz al paso del alcalde o diputado de turno y acatan sus imposiciones, por muy salvajes o disparatadas que estas sean; los mismos vecinos que, tras besar el pavimento que los prohombres pisan y pelearse por recoger sus colillas, los critican sin piedad a sus espaldas, una vez han pasado de largo.
Quizás la lección a aprender resida en practicar a toda costa la tolerancia, la aceptación y la resiliencia (palabrita puesta de moda en un mundo de tontos como eufemismo de impotencia y resignación, o más concretamente de “estás jodido y no te queda otra, así que asúmelo”), en conservar la tranquilidad mental mientras pegan fuego a tu casa, violan a tus hijas y se llevan lo poco que tienes ahorrado. Podría ser, podría ser, parece una postura muy avanzada, aunque sospecho que detrás de toda esa pirotecnia de sentimientos buenistas es más que probable que se escondan, cómodamente, la cobardía, la abulia y la indignidad. También es posible que, en el fondo, haya que reconocer que millones de estúpidos no pueden estar equivocados y que todo lo que se nos predica desde el púlpito del telediario y otras redes oficiales, de cualquier marca y color, sea verdad de la buena, palabrita del Niño Jesús, y haya que acatarla, mientras esperamos a que todo este oleaje brutal amaine por sí solo o por intermediación divina, confiando, entre tanto, la deriva del barco a estos piratas que no saben ya a qué isla perdida dirigirse para esconder el botín que te roban.
Quizás el motivo de todo esto sea solo presenciar, como público alucinado y crédulo, los números de magia de estos ilusionistas de las emociones, de estos trileros presupuestarios, sinvergüenzas atractivos y trajeados mientras esperamos a que sean ellos mismos quienes, poco a poco, se despellejen mutuamente, buscando pisar al de arriba y subir algo más en el escalafón de la rapiña. Tampoco es mala idea, aunque un resultado satisfactorio se haría esperar demasiado y no parece que dispongamos de mucho más tiempo antes de que estos mismos saqueadores acaben con el pastel común.
Es probable, igualmente, que la cuadrilla de esos blanditos, que tienen por todo argumento una barrita de incienso metida por el culo, tenga razón y la medida justa y equilibrada sea ver pasar todo este pandemonio como nubes en el cielo azul de la mente, impertérritos, como si no nos fuera nada en ello, como si no fuera con nosotros, conservando a toda costa la imperturbabilidad, en estoica apostura, como el Santo Job, aceptando estos inevitables males como pruebas beatíficas que superar, en visos de alcanzar la santidad social. Porque sí, el reto en este escaparate del disparate puede que sea, sencillamente, ser o aparentar ser el ciudadano perfecto de cara a esa vecindad, que espera, inquisitiva, que te comportes y sigas todas y cada una de las directrices que Gurú Estado dicta, porque en definitiva da igual que no tengas con qué alimentar a tus hijos, o que estos se conviertan en imbéciles de cristal cuando acaben su educación en los campos de exterminio intelectual, o que estés obligado a pagar religiosamente a los Corleone de turno la mordida del 60% de lo poco que ganas con tu sudor, o que a tus 35 años tengas que compartir una covacha con tres desconocidos más, malviviendo como un perro a base de latas; lo esencial, por encima de todo, es que te muestres resiliente, tolerante y comprensivo y arrimes el hombro para evitar que esas fuerzas malvadas y facciosas, que conspiran desde las redes, nos arrebaten el sacrosanto Estado del Bienestar (o el bienestar del Estado, que lo mismo es).
Pero, digo yo, que también es probable que el desafío y la enseñanza de fondo se reduzcan a comprender con profundidad el porqué aquí, el porqué ahora y también el mismo objeto de todo este teatro macabro que se nos obliga a presenciar, así como cuál es nuestro papel concreto en la representación. En primer lugar convendría empezar por hacernos conscientes de que somos nosotros mismos los que estamos eligiendo la forma de nuestra propia destrucción, lo que no dice mucho en nuestro favor, y algo habrá que hacer en relación a esto, digo yo. En segundo lugar saber que es muy probable que sea ahora precisamente cuando todo se muestra tan evidente y palmario, y no en otro momento de la historia, por haber alcanzado un desarrollo tecnológico tal que permite que podamos asistir, en riguroso directo, a la toma de posesión del poder por una mafia global y cómo ésta se autolegitima para conservarlo de manera indefinida, haciendo desfilar, como muñecos y señuelos, sucesivos héroes y villanos, capos y tiranos, a los que utiliza al frente a cada organismo, país o nación. Parecería que se nos ha reglado esta tecnología audiovisual tan avanzada para que toda la población, a través de sus dispositivos electrónicos y televisores de alta definición, pueda presenciarlo en directo y tomar responsabilidad al respecto, de tal forma que ya no cabrían excusas, ya no podríamos argumentar, como aquellos alemanes, eso de “…Yo es que no lo sabía, no sabía lo que estaba ocurriendo…” y eximirnos así de toda culpa.
A estas alturas no se nos permite eso de hacernos los tontos y apartar el problema de un manotazo para que sean otros los que lo solucionen, como ocurría cuando mamá o papá llegaban al colegio decididos a templar gaitas con la maestra o a dirimir algún incidente con un compañero. Aunque pensándolo bien, en una población adulta, como es la nuestra, que aspira a mantenerse en una adolescencia hedonista permanente, sería muy razonable apelar a ese comportamiento infantil como escape, una vez más.
Seguramente, como digo, habrá muchas cosas que aprender e interiorizar de todo lo que estamos presenciando atónitos, pero considero que no serán éstas comprensiones íntimas que uno tenga que guardar para sí a modo de herramientas que emplear en otro momento evolutivo o vital más propicio. No, amigos, el momento de sacar del estuche la artillería pesada, los principios, la dignidad y la valentía es ahora.
Convendremos en que todo este bochornoso clima social resulta cada día más evidente, opresivo e irrespirable, que todo lo que ocurre, hasta en las cloacas más profundas y desconocidas, se nos muestra más alto, más claro, perfectamente amplificado desde cientos de canales y redes. Estaremos de acuerdo, si es que aún no hemos perdido la pituitaria, en que nunca las heces populistas han olido tan fuerte como ahora, nunca los fondos y las formas han sido tan soeces y provocativos, nunca los escándalos, abusos y desmanes tan palmarios y ominosos.
Aún así creo que, si hemos llegado hasta aquí, hasta esta encrucijada mundial y nos hemos arremolinado, voluntariamente, junto con ocho mil millones de almas más alrededor de este vórtice destructivo, tan incierto como acelerado, es porque algo importante hemos de sacar en claro y algo aún más importante hemos de hacer, y no precisamente seguir poniéndonos de perfil para evitar que el toro nos vea, ni hipotecar a nuestra familia para tomar el sol y cien combinados de ron una semana al año, ni ingerir heces ajenas para mendigar una paga digna, ni llegar a ser parte indistinguible de una plataforma digital MK Ultra. La Dirección del Centro no nos consiente retrasos ni procrastinación en las tareas escolares que tenemos que entregar, ya no. Se nos impele a actuar, sin demora ni excusa posible.
Saquemos del baúl para la ocasión y entonemos, finalizando el sermón de hoy, a modo de salmodia en esta liturgia del Apocalipsis, la letra de la canción que abre el primer larga duración del grupo Ilegales, ese rock que te destrozará los intestinos, que allá por 1982 ya nos decía eso de:
Tiempos nuevos, tiempos salvajes.
Toma un arma, eso te salvará.
Levántate y lucha,
esta es tu pelea.
Levántate y lucha,
no voy a luchar por ti.
Tiempos nuevos, tiempos salvajes.
Toma tu parte, nadie regala nada.
No hay nada sin lucha,
ni aire que respirar.
No eres un juguete,
levántate y lucha ya
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