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LOS AULLIDOS QUE RESUENAN EN MI CABEZA



El hombre lobo, he de reconocerlo, ha gozado siempre de mi simpatía y devoción malsana. Con el paso de los años ha acabado convirtiéndose en mi monstruo de ¿ficción? favorito. Ciertamente no me liga a éste una admiración mórbida e insana, ni tampoco una querencia romántica apolillada, sino una fascinación intrigante por el misterio que rodea su condición, su modo de vida, sus tormentos internos, por cómo es capaz de asumir (o mal llevar) su identidad real, de gestionar angustiosamente el anonimato amenazante del que disfruta cuando se disuelve entre nuestra comunidad, a la sazón su potencial víctima. El hombre lobo representa al traidor inconsciente, al infiltrado dentro de un grupo humano al que es capaz de destruir, miembro a miembro, sin piedad. Se asemeja en este sentido a la figura del psicópata criminal, aunque con sustanciales diferencias anatómicas; se trata, en todo caso, de un asesino entre nosotros, como definió el maestro Fritz Lang al reflejar el personaje de Peter Kürten, el auténtico vampiro de Düsseldorf, en su icónica película de 1931.


Contrariamente a lo que sucede con el vampiro, criatura exógena, repelentemente inacabada, insustancialmente remilgada, frágil y exigente, melindrosamente incapaz de aparecer en escena a plena luz del día, de mostrarse en ambientes incómodos y no controlados (como buena creación de la literatura inglesa, el vampiro normativo es irritantemente educado y no se permite entrar en tu hogar a menos que seas tú quien le invites a hacerlo), nuestro querido licántropo, si bien atormentado, retraído y algo avergonzado de su condición peluda, se expone al escarnio y la penitencia al hacerse plenamente consciente de ser el portador de una enfermedad incurable y maldita, intenta esconderse entre la masa para no ser señalado y estigmatizado y de esta guisa deambula impunemente entre la muchedumbre de las grandes ciudades, se confunde con los parroquianos de cualquier sucio bar, acude diariamente a su aburrido trabajo, paga religiosamente sus facturas y se apura para llegar desahogadamente a fin de mes como un desgraciado humano cualquiera, sin que nadie, entre la muchedumbre, sea capaz de detectar su amenazadora presencia, sin que su vecino más cercano sospeche que ese tipo de al lado, gris e introvertido, es muy capaz de perpetrar el más abominable de los crímenes, de llegar al límite de lo innombrable, de no conocer ni a su padre cuando pierde el control. Nuestro monstruo favorito es, sin duda, un destructor, una bestia implacable, pero, eso sí, al menos cotiza, se enfanga e intenta integrarse en la sociedad, mal que bien. Hablamos, sin duda, de un asesino de corte proletario, de perfil aleatorio y muy, muy poco exigente.


Tu simpático cartero, la vendedora de la tienda más próxima, la profesora del colegio de tu hijo, la entrañable abuelita de la esquina, el fontanero de confianza del barrio, ese tío abuelo lejano al que llevas años sin ver… cualquiera puede ser uno de ellos.


El licántropo es, por fuerza, conocedor y víctima de su exclusiva condición y se azora para esconder su auténtica naturaleza en medio de un anonimato cada vez más inestable. Sin embargo, ¿cuál podríamos decir que es su auténtica naturaleza, la primigenia, la dominante?, ¿es acaso un animal salvaje que consigue disfrazarse bajo piel humana durante el día, como uno más del rebaño del que va a alimentarse (inmejorable adaptación cinegética) y que recupera su porte natural bajo el influjo plenilunar, o es, por el contrario, un hombre maldito, despojado irremediablemente de su condición humana, que resulta, durante las noches, asaltado por una fuerza sobrenatural que le impele a asesinar, que le torna víctima del descontrol instintivo y le relega a una amnesia posterior, oportunamente exculpatoria?


Recordemos que, mientras que otros personajes de la ficción de terror, como Drácula, la momia, Mr. Hyde o el monstruo de Frankenstein, son animados y motivados por sentimientos meditados, profundos y absolutamente humanos de amor, odio, lujuria, deseo o venganza, que les inducen a cometer sus tropelías, nuestro querido lobo humano es ajeno al influjo de estas emociones y ningún sentimiento concreto destaca sobre los otros como motor de sus actos, ni siquiera es capaz de albergar un mínimo resquemor, desprecio o antagonismo respecto a su víctima, solo la descuartiza y devora por puro instinto animal. Pura frialdad metodológica y eficiencia energética. Quizás precisamente por esto, por no conducirse bajo la motivación del impulso humano más abyecto, por no incurrir en la transgresión de la moral, por no traspasar la marca encarnada del bien y del mal, el hombre lobo goza de nuestra total comprensión y honda compasión. Incluso, si analizáramos la cuestión más profundamente, podríamos  cuestionarnos ¿bajo qué criterio ético seríamos capaces de juzgar los salvajes atropellos de un licántropo? Convendremos en que, fuera cual fuese su primigenia naturaleza, su fase animal estaría, en todo caso, exenta de imperativo legal y, por tanto, su comportamiento lunar no trasgrede ningún precepto o código moral, no siendo estos aplicables al reino animal. Evidentemente no se condena a un león por acechar y devorar a una gacela. La ley humana no tiene competencia para legislar sobre el instinto de alimentación y supervivencia de otros seres. Pues así también ocurre con nuestro querido perturbado hocicudo en tanto, en esencia, lobo, plenamente coherente con su instinto animal. Nada que reprochar, por tanto. En todo caso sería, precisamente, su mitad humana la potencial objeto de escarnio,  juicio y censura, ya que es precisamente ésta la que alberga en su interior todas las pulsiones egoicas de locura, miedo, cobardía y el infame encubrimiento del crimen. Por tanto al no poder criticar al lobo, cargamos y lo hacemos, una vez más e históricamente, contra el hombre que porta la bestia. Incluso podríamos preguntarnos si el caso es susceptible, a la luz de la perspectiva científica moderna, de un diagnóstico clínico de trastorno de bipolaridad, esquizofrenia o posesión diabólica y si, con ello, reduciríamos imprudentemente el problema al obviar la realidad bestial del sujeto, una realidad palpable y dolorosa que provoca desmembramientos y muchas salpicaduras.


Ante esta problemática, ¿cuál sería la mejor solución?, ¿cuál podría resultar la salida más digna posible para este individuo maldito que silencia, mes tras mes, como una adolescente ante su primera menstruación, la sangre culpable?, ¿qué redención honrosa le cabe? Bueno, parece que la cosa no tiene visos de solucionarse precisamente con una terapia psicológica y unas pastillas. El bueno de John Landis, en su icónica película de 1981, proponía una única vía posible y definitiva: el suicidio, si bien, nos preguntamos desde aquí si sería éste un suicidio justificado, un acto heroico que pudiera salvar ulteriores vidas, o si por el contrario sería ésta, asimismo, otra acción igualmente asesina, no consentida, contra la bestia, que permanece ajena a la decisión humana de acabar con la vida de ambos. Mucho nos tememos que, además del empleo de la plata como munición, no existen soluciones fáciles ni cómodas para esta enfermedad y parece que lo tienes bien jodido, amigo mío, si es que eres, casualmente, el séptimo hijo de un séptimo hijo o resulta que un loco rabioso te ataca de noche en medio de la campiña inglesa. Como vemos, enjuiciar, condenar o exonerar a un licántropo, como ente dual, se torna complejo y delicado y la cuestión presenta múltiples aristas (cortantes como garras) y caras de un poliedro muy turbio.


Y, ya que estamos metidos en harina, repasemos brevemente cuál es la imagen que tenemos grabada de nuestro protagonista de hoy. Evidentemente convendremos que es la que nos ha legado la mayor fábrica de entretenimiento y alienación del siglo XX, el cine. Ya la literatura, el cómic y la industria hollywoodiense fijaron su denominación, a tal efecto, como werewolf. El cine, como ocurre con la pintura plástica, es capaz de impregnar y cubrir con mayor densidad una habitación pequeña y joven que, empleando idéntica cantidad de pintura (la misma película) una habitación mayor y más vieja. Es por eso que la impronta que su rodillo deja en un niño es casi indeleble y permanece más firme con el paso del tiempo que la que pueda dejar en un espectador adulto. De ahí que, en mi caso, recuerde con mayor intensidad, cariño y devoción las experiencias cinematográficas licantrópicas que impactaron mi retina infantil, tales como la terrorífica y a la par cómica Un hombre lobo americano en Londres (An american werewolf in London. 1981) de John Landis,  ya citada, la malrrollera Aullidos (The Howling. 1981) de Joe Dante o esa obra de culto, a caballo entre el videoclip pesadillesco ochentero y la fábula enfermiza adulta que es En compañía de lobos (The company of wolves. 1984) dirigida por Neil Jordan, cuyo brutal cartel anunciador, que me taladró la cabeza durante semanas cada vez que pasaba delante del cine del colegio, encabeza este artículo. Otra peli, considerada menor pero ciertamente entretenida es Miedo azul (Silver bullet. 1985) de Daniel  Attias. Y… claro está, no podía olvidarme y recomiendo también, si queréis pasar un buen rato, al gran Michael J. Fox en la divertida comedia De pelo en pecho (Teen wolf. 1985) dirigida por Rod Daniel. Dejo prudentemente a un lado la mayor parte de las versiones cinematográficas actuales del mito, que, salvo honrosas excepciones, rozan el esperpento, la falta de gancho, la flacidez tensional y el empacho palomitero de efectos especiales. En cuanto a la licantropía enfocada como disfunción mental, conviene no perderse a nuestro magistral López Vázquez interpretando un trasunto de Manuel Blanco Romasanta, el buhonero asesino, en la peli de Pedro Olea de 1970, El bosque del lobo. Seguro que me dejo muchas más, igualmente interesantes, que descubrirás por mí.


De otro lado, imagino que cada lector tiene su imagen idealizada del licántropo, algunos lo asociarán a los films antiguos de la Universal como el de 1935 (El lobo humano, dirigida por Stuart Walker) o la versión más famosa, de 1941, con Lon Chaney Jr. y Claude Rains, más toda la serie de degeneraciones y pastiches posteriores; algunos otros, los más bizarros, preferirán productos europeos y patrios de bajo presupuesto protagonizados por el inconmensurable y pertinaz Paul Naschy. En todo caso, todos ellos tenían en común mostrar como monstruo al típico actor forzudo, plenamente bípedo, que corría alocadamente disfrazado de osito enfurecido.



Yo personalmente prefiero aquella imagen angular que no acaba de ser mostrada en su totalidad, deslizándose entre arquitecturas asfixiantes donde siempre impera la sombra, la silueta, la insinuación y el desasosiego visual y sonoro. Y para ello nada más desconcertante, nada más desgarrador, nada más doloroso que la escena de la transformación y el resultado estético y ambiental final de la comentada película de John Landis. Tanto es así que, tras ver los resultados, Michael Jackson lo reclutó inmediatamente para diseñar y dirigir su generacional videoclip Thriller.


En definitiva, cuando se trata de potenciar y extender el terror en la oscuridad, de acentuar lo acechante, lo desconocido, lo informe, toda sobreexposición, toda discusión intelectual, así como la excesiva muestra explicativa y justificativa desactiva y malogra el producto final y puede desembocar fácilmente en lo chusco, lo exagerado, lo racional, lo cómico y hasta en el más absoluto de los ridículos.


ALMUERZO SANGRIENTO SOBRE LA HIERBA


Le Déjeuner sur l'herbe, de Édouard Manet (1863). Musée d’Orsay


Y hablando de representaciones gráficas del mito, os propongo trasladarnos al estudio de un cuadro famosísimo, comentado hasta la extenuación, pero secretamente licantrópico a más no poder. Una pintura que siempre me atrajo por la turbidez y desconcierto que traslada con lo evidente y más aún por la secreta perturbación que encierra. Se trata de Desayuno sobre la hierba, de Édouard Manet, precursor del impresionismo francés, que fue acabada en 1863. Esta obra muestra una escena que, lejos de parecer distante, clasista y fruto de la visión provocativamente dandi y decimonónica del autor, tal y como éste intenta hacernos parecer, nos viene a mostrar, subrepticiamente, una realidad algo más incómoda. Esconde, bajo la bucólica envoltura del paisaje en un día de pic-nic, una profunda maldad, la ancestral liturgia rural del holocausto, la disposición de elementos para un rito sacrifical, muy antiguo, que intenta aplacar la furia de un dios del inframundo. Ya el cuadro, en su momento, fue del desagrado de críticos y del resto de la ciudadanía bienpensante parisina, clasificándolo de obsceno, escandaloso, irritante y controvertido en todas las exposiciones y mentideros capitalinos.


La composición de figuras y paisaje suscita varias e inquietantes sensaciones y preguntas, tales como: ¿Por qué aparecen en esta placentera reunión de amigos dos mujeres desnudas?, ¿se trata, simplemente, de un inocente ágape campestre o quizás la excursión se les ha ido  de las manos?, ¿por qué se desatiende y desprecia el desayuno, volcado sobre el mantel y la hierba?, ¿es este realmente el desayuno al que hace alusión el título de la obra?, o mejor dicho, ¿quién es realmente el desayuno?, incluso vayamos más allá, ¿se espera a algún invitado más, a alguien o algo que no sale en cuadro?


Surgen demasiadas incógnitas. Sentimos que algo va mal. Os propongo guardar silencio, aproximarnos cautelosamente entre los arbustos y escuchar lo que parecen estar cuchicheando los protagonistas de la imagen:


- Querida, lamento ser desagradable e inoportuno, pero me temo que Gustave y yo nos vemos obligados a marchar durante un rato al poblado para comprar más vino y algo de queso en la bodega y así completar la cena. Nuestras previsiones se han quedado cortas. ¿No os importará esperarnos justo aquí? No queremos molestaros. Solo será un momento. Podréis relajaros y daros un baño. Si os parece bien también podéis ir adelantando y preparando las viandas.


La joven Victorine Meurent, distraída e indolente, pretendidamente ausente de la conversación de los caballeros, se incorporó con desdén, sacudió su espalda, soltó su cabello castaño y se alejó unos pasos para  encontrarse con su compañera Suzanne, que seguía jugueteando entre los juncos. Maldita excursión, pensó, esos dos tipos le resultaban cada vez más presuntuosos y aburridos. Se arrepentía profundamente de haber aceptado su curiosa invitación, por muy provechosa que pareciera prometer.


-   Ferdinand, escúchame con atención. Creo que deberíamos avisarles y abandonar este disparatado plan. No saldrá bien, es una locura. No solo es arriesgado, sino infame y cruel. Ferdinand, te lo suplico, ¡nadie merece este destino!, ¡estamos condenando nuestras almas!-Susurró, alterado, Gustave a su amigo, una vez la chica se distanció lo suficiente.


El mayor de los dos hombres lanzó una mirada fulminante a su amigo, le agarró de la solapa de la chaqueta y le espetó al oído:


- ¡Calma!, ¡sosiégate!, ¡vas a echarlo  todo a perder! Sabes que es necesario. Parece mentira que salgas con esas ahora, justo ahora, cuando debes mantener la calma. Está más que hablado y meditado. Ambos sabemos que es la única solución posible. Conoces perfectamente qué ocurrió hace casi cien años, cuando suspendieron durante algún tiempo las ofrendas. Se desató el pánico y se sembró de cadáveres los páramos del condado de Gévaudan. Fue horrible. Es imperativo que mantengamos el ritual. Ha costado mucho convencer a las chicas para que vinieran, no tendremos otra oportunidad como ésta. No es momento de estúpidas consideraciones morales. Tus escrúpulos están fuera de lugar. El sacrificio ha de ofrecerse, como cada año, tal como está estipulado, tal y como  se nos ha pedido que hagamos.


- Algún día saldrá todo a la luz. Son ya demasiados años manteniendo este terrible secreto, demasiados años alimentando a…a eso, solo para apaciguar su ansia destructora. Nos hemos condenado, nos hemos condenado- replicó Gustave, abatido y resignado.


Ambos amigos se alejaron del claro del bosque, despidieron con la mano a sus compañeras, que seguían distraídas retozando en el arroyo, tomaron las riendas de las cabalgaduras, montaron en el carruaje y abandonaron la foresta en el mayor de los silencios para no volver más.


Un par de horas más tarde, mientras el sol se ponía sobre los picos boscosos de la Margeride, mientras las sombras se cernían sobre los páramos del departamento de Haute-Loire, filtrándose entre chopos, tojos, robles y castaños, un grito desgarrador, lejanamente humano, una especie de aullido gutural y quejumbroso que, como una locomotora desbocada, parecía descender desde la montaña y aproximarse a toda velocidad, helaba la piel aterida de las dos jóvenes auvernenses, asustadas y abandonadas a su suerte en aquel paraje perdido. Una piel joven aterida, pero tersa, blanca y suculenta.

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