PERO…¿QUÉ NOS PASA, DOCTOR?
- V. van Botel
- 12 may
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La Naturaleza ofrece, invariablemente, todas las claves necesarias para interpretar y solucionar los retos de la vida (y también de la muerte). No intenta jugar al engaño ni al ventajismo, como probablemente nosotros, en su posición, haríamos. No tiene nada que esconder, ni guardar; se limita, exclusivamente, a hacer cumplir las leyes, sin favoritismos ni distinciones, y en la ejecución de ese principio universal dar una oportunidad a sus inquilinos para equilibrarse y conducirse de acuerdo a estas normas, eternas y objetivas. De esta manera nos viene regalando continuos avisos, extremadamente valiosos, que muchas veces desoímos, y es así que tiene el detalle, por ejemplo, de replegar el mar bruscamente antes de lanzar un tsunami o de emitir fumarolas desde volcanes que entran en actividad, previa erupción devastadora. Como todos sabemos, una madre justa y sabia siempre apercibe a sus criaturas antes de verse obligada a dar un correctivo.
Y este mismo proceso de advertencia funciona de la misma forma a pequeña escala, dentro de un simple organismo, como puede ser el nuestro, que no deja de ser también naturaleza y que está perfectamente capacitado y programado para avisar a la conciencia, al principio inteligente que lo anima, de todos aquellos desperfectos y disfunciones que detecta en el sistema interior-exterior y los riesgos y amenazas que la situación conlleva. Así las cosas, los mecanismos que emplea para tal fin son variados y a veces necesariamente alarmantes. En las más de las ocasiones lo hace alterando el cuerpo físico, punzando, inmovilizando, colapsando, acelerando, inflamando, calentando, emitiendo en todo caso una alarma inconfundible que haga recaer la atención sobre el miembro u órgano dañado; otras veces, cuando pretende evitar catástrofes o corregir hábitos, conductas o derivas fatales, añade al cuadro anterior una suerte de pálpitos, intuiciones o sueños que habrían de activar al sujeto y prevenirlo. En definitiva, nos ofrece un amplio abanico de síntomas y señales que aparecen con una única misión, informarnos acerca de aquello que no marcha bien, tanto dentro como fuera de nosotros mismos, para que, inmediatamente, tomemos alguna medida que restablezca el equilibrio y preserve la homeostasis. Paradójicamente, parece que durante esta secuencia natural se nos está proporcionando continuamente una serie de regalos, en forma de mensajes, que nos empeñamos en no abrir ni leer, bien por la imposibilidad de recibirlos en las mejores condiciones, es decir, por simple inoperatividad, bien por pura negligencia, estupidez o soberbia. En el primer caso la comunicación se hace poco menos que inviable por requerir ésta que el organismo permanezca alerta, manteniendo limpios y funcionales los canales receptivos de información, lo que implicaría el sostenimiento de una conciencia activa, cosa que en la mayor parte de los casos no ocurre. Toda esa información que nos llega, como digo, es emitida correctamente, pero pocas veces decodificada y atendida en tiempo y forma por un receptor que parece tener todas las vías bloqueadas y los sensores puestos al servicio de otros estímulos y sensaciones mucho más terrenales, efímeros y, sobre todo, menos útiles. Para restablecer la conexión bastaría con guardar silencio interior, que permitiese oír y comprender; bastaría pues con sintonizar la radio íntima y activar una mecánica de captación y comprensión de todas aquellas pistas que se nos muestran. En el segundo caso la cosa pinta incluso peor y no parece haber mucho que hacer si el receptor es idiota o elige conducirse como tal. Ya puede empeñarse el cuerpo físico en enviarse mensajes, que no habrá nadie detrás de la ventanilla de correos para leerlos.
Pues bien, así como ocurre en el organismo humano, ocurre también en el organismo social, que no deja de ser, igualmente, una entidad compleja, organizada y jerarquizada, relacionada y estructurada internamente, a veces desincronizada y caótica, que intercambia materia y energía con el exterior y consigo mismo. Un ente conformado por múltiples unidades más o menos especializadas que constituyen comunidades, grupos, clases y estamentos.
El nuestro en concreto, ese organismo social occidental, liberal y posmoderno, sobredimensionado y decadente, fatuo y degenerado, embebido de la superficialidad y total vacuidad, que dormita en su propia ignorancia y autocomplacencia, se jacta de su ignorancia y se muestra orgulloso de desoír todos aquellos avisos que se le muestran y que son emitidos en secuencias cada vez más cortas e intensas. No queda de él más que un cuerpo viejo, enfermo, hipermedicado y narcotizado, ocupado únicamente en la búsqueda del hedonismo inmediato y en sabotear todos sus canales de información interna, manteniéndolos embotados permanentemente con basura, ruido, opiniones y absoluta distorsión. Un paciente desquiciado que intenta subir el volumen de la televisión en su irrespirable habitación de hospital para no escuchar el diagnóstico poco halagüeño de los doctores, en vez de hacerse cargo de su situación e intentar recuperarse. Un organismo, en definitiva, que tiene los días más que contados.
Pues bien, la Ley no espera, no da ya más prórrogas ni permite más concesiones, está cansada. Somos un gasto de materia y recursos innecesario que hay que subsanar. Pero no hay que apenarse ni rasgarse las vestiduras, se trata éste de un viejo proceso, una vieja danza de renovación que el Cosmos ejecuta cada tanto. Ya lo hizo con otros imperios y proyectos civilizatorios más sólidos, duraderos y mejor asentados que el nuestro. Proyectos que también propiciaron y celebraron su propia decadencia y decrepitud, desatendiendo tantos y tantos avisos.
Aunque bien pudiera parecer, a tenor de los eventos que estamos observando, que este colapso no fuera a ser tan súbito e inmediato como pensáramos, sino algo más pautado y controlado. Parece no permitirse una debacle instantánea y repentina, sino más bien una repetición de llamadas de atención desde las que poner de manifiesto las carencias y desviaciones que nuestro organismo social, en fase terminal, está mostrando. Sugiere esto la imagen de un gigantesco guante animado que desciende, acusador, desde el cielo, rompiendo las nubes, al más puro estilo visual del maestro Terry Gilliam, apuntando con su índice al sujeto transgresor. El guante desciende y nos señala, inmovilizados, asustados y encerrados en nuestras casas, para evidenciar la pérdida de libertad, del libre albedrío y el férreo control social al que estamos siendo sometidos por nuestros propios “representantes-carceleros”. El guante desciende y nos señala, hacinados en sórdidos centros sanitarios, para evidenciar la cosificación y pastoreo de una población débil, dependiente y cronificada en la enfermad, la depresión, la adicción, el insomnio y la autocompasión. El guante desciende y señala una erupción volcánica en la pequeña isla o una inundación en Levante, cualquier catástrofe, para evidenciar una sociedad primermundista absolutamente desarmada, desamparada, desquiciada e histérica. El guante desciende nuevamente y nos señala la dependencia y fragilidad energética que nuestra sociedad ha consentido, la falta de planes, la ausencia de gestión, el perfecto caos, y para ello apaga un ratito la luz y todos nos cagamos encima. El guante desciende y señala, negando con el dedo, el abismo tecnológico y antihumano (transhumanismo+posthumanismo) al que estamos abocando todo nuestro futuro como especie. Y el dedo baja y baja, y bajará y bajará, hasta que se canse de reiterar los mismos avisos. Y mientras todo esto ocurre, la población seguirá mirando a la pantallita resplandeciente de la palma de su mano y no alzará la cabeza al cielo. Nadie repara en el guante.
Los avisos serán gradualmente menos sutiles, más clamorosos y desconcertantes. Se producirán fallos orgánicos múltiples, de difícil restablecimiento, hasta que se acaben las oportunidades y el colapso sea definitivo e irreversible. Sabemos, por la ciencia, que todo organismo sucumbe cuando su funcionamiento interno se torna disfuncional, generando el desplome de su sistema inmunitario más la falta de energía y fuerza resistente y combativa. En ese punto, los patógenos externos, que siempre han estado ahí fuera rondando, se atreverán a penetrar en el cuerpo y a atacar con más virulencia, conjunta y sincronizadamente, para cebarse con el individuo hasta acabar con él. Imagino que es esencial en esa fatal caída energética la ausencia de propósito y de definición vital que ese individuo pueda mostrar.
Nosotros, simples y tristes células de esta sociedad alienada, encantada de confiar la seguridad de nuestra común casa de madera a un puñado de termitas, orgullosa de haberse deshecho de sus propios valores, principios, cultura, tradición y espiritualidad, feliz de perder su esencia y su alma, resignada a vivir sin propósito, que renuncia a su propia naturaleza, que permite la corrupción sistémica de sus tejidos y órganos vitales, que abre de par en par las puertas al asalto y saqueo de los patógenos exteriores, estamos, sin saberlo, rindiendo el fuerte y exhalando nuestras últimas bocanadas de vida. No nos queda sino abrir nuestras tragaderas, insensibilizar nuestra pituitaria y acostumbrarnos a convivir íntimamente con la podredumbre y la descomposición.
El dicho asegura que quien avisa no es traidor, y teniendo en cuenta además que otro de los principios que rigen los movimientos naturales es el ahorro energético, la cosa no está para perder el tiempo ni el esfuerzo en un proyecto civilizatorio fallido. Así que, queridos hermanos, ya podemos ir dándonos por jodidos.
Fd. Dr. V van Botel
Uff, qué razón tienes, con todos los avisos que estamos teniendo y el personal sigue dormido. Es una cuestión individual de despertar. Muchas gracias